Escribe: Rogelio Llanos Q.
Aún recuerdo –y ahora lo hago con
nostalgia- aquella noche del otoño de 1990 en la que descubrí a Lou Reed. Había
invitado a un amigo a ver el Hard To
Handle (1986, Gilliam Armstrong), el vídeo que resumía el tour de Dylan con
la banda de Tom Petty y los Heartbreakers por Australia. Era un vídeo en VHS,
copia de un original que contenía además el A Night with Lou Reed (1983, Clarke Santee), que nunca había visto
porque me bastaba con la emoción de ver a un Dylan inspirado haciendo nuevas
versiones de sus grandes composiciones, especialmente –eran mis favoritas- Like a Rolling Stone y Just Like a Woman.
Esa noche, en familia, celebrando
la amistad con el ahora guionista y director de cine, Ronnie Temoche, tras
varios vasos de cerveza, y con el ánimo al tope, le conté cómo había conseguido
esta grabación casera en la cual había un concierto adicional de un tal Lou
Reed. Veámosla, fue la decisión común. La primera canción que saturó nuestros
oídos fue Sweet Jane. El ‘intro’
guitarrero del tema, sobrio y directo – sin el virtuosismo y floreo que Steve
Hunter hiciera en la versión de 1976 y que yo conocería tiempo después - nos
puso en estado de alerta.
Silencio absoluto, sorpresa total.
En la pequeña pantalla de televisión veíamos a un hombre de mirada extraña, de
voz grave, de movimientos pausados y que recitaba más que cantaba algunos temas
cuyas melodías eran sencillas y que impactaban en el oyente por la firmeza con
la que eran interpretados.
Lou, que parecía haberse ‘colocado’
antes de salir al escenario, vestía casaca oscura, hacía algunas muecas y
cantaba una canción tras otra, ignorando a su público, apoyado por un soberbio guitarrista
de lentes oscuros y que tocaba las cuerdas y fumaba su cigarro como si no fuera
con él el espectáculo. El bajista y el baterista hacían lo suyo, sin apenas
inmutarse. El sonido de las guitarras era impresionante. Había en la
interpretación una mezcla de concisión y de furia contenida.
Una voz en off, antes del
concierto, hizo una presentación breve del intérprete y dijo algo así como que
su obra lo ubicaba lejos de aquellas generaciones de cantantes que surcaron los
finales de los sesenta y los comienzos de los setenta bajo el influjo del
‘música, paz y amor’ del celebérrimo Woodstock.
Sí, esa fue para mí, la carta de
presentación de Lou Reed, cuya banda en los comienzos de los ochenta fue
notable: el gran Robert Quine, ex abogado, primera guitarra y admirador
irredento de la Velvet Underground que, hizo realidad su sueño al grabar con
Lou Reed los notables discos The Blue
Mask (1982), Legendary Hearts
(1983) y el Live in Italy (1984);
Fernando Saunders, bajista, que lo acompañó hasta las presentaciones en vivo
del Berlín en el 2008; Fred Maher,
que incluso lo apoyaría en la producción de esa obra maestra que fue el New York (1989).
Pues bien, el vídeo mostraba a un
Lou Reed a gusto con la música que estaba haciendo. Había vuelto a tocar la
guitarra, animado, lo sabríamos años después,
por el mismo Robert Quine, que pensaba que Lou, luego de su paso por la Velvet,
se había echado a perder. Y se notaba su entusiasmo: en cada rasgueo, en cada
acorde, Lou entregaba su alma. Cada
canción era una muestra del quehacer minimalista de Lou. Yo aún no lo sabía,
pero algunos de los temas que estaba escuchando, eran los clásicos reedianos de su época solista (Waves
of Fear, Walk on the Wild Side, Satellite of Love) mezclados con otros tantos
(Sweet Jane, I’m waiting for the man, White
Light / White Heat) de los gloriosos
años de la Velvet Underground, la más influyente banda de todos los tiempos.
Claro, eso recién lo sabría
tiempo después. A comienzos de los noventa no tenía Internet y no había un fácil
acceso a la importación de discos y libros. Eran los años oscuros de Sendero
Luminoso. Y fue en 1992, el mismo día en que Sendero puso una bomba en
Miraflores que encontré y adquirí de inmediato el box set Between Thouhgt and
Expression: The Lou Reed Anthology. Esta edición contenía tres discos
compactos que cubrían dieciséis años de
carrera en solitario de Lou Reed. Iba desde el I Can’t Stand it, composición
que abre su primer álbum –Lou Reed
(1972)- hasta Voices of Freedom,
que es un tema que Lou interpretó al lado de Peter Gabriel en 1987 con motivo
de un concierto en beneficio de Amnistía Internacional.
Entre ambos temas, hallé una
selección rigurosa de canciones que pertenecen a los diferentes álbumes que Lou
Reed grabó en ese extenso, torturado y fructífero período, que iba desde el ya
mencionado Lou Reed (1972) hasta el Mistrial (1986). Entre ambos, un
conjunto de álbumes en el que encontramos lo mejor y lo peor de un artista
conflictivo, neurótico, violento, cuya infancia transcurrió en medio de una
familia típica norteamericana que, para el espíritu rebelde de Lou, fue el
caldo de cultivo de una reacción visceral contra la organización familiar a la
que años más tarde atacaría con sus historias y canciones de violencia e
incesto.
De ese conjunto de álbumes que
realizó entre 1972 y 1986, Berlín
(1973) es la obra maestra absoluta. Bajo la supervisión de Bob Ezrin (que antes
había trabajado con Alice Cooper), Lou compuso una ‘película para el oído’: una
historia de drogadicción, de abandono familiar, de hijos desamparados, de
pérdida y amargura y de suicidio. Y toda ella acunada en una envoltura melódica
hermosa, a cargo de una banda genial: Steve Hunter y Dick Wagner en las
guitarras, Jack Bruce en el bajo, Steve Winwood en los teclados y B.J. Wilson
(de Procol Harum) y Aynsley Dunbar en la percusión.
Pero también resultaban
apreciables el Sweet Jane del en
vivo Rock ‘N’ Roll Animal (1973); el incomprendido Street Hassle, que pone punto final a las canciones dedicadas a la
pareja homosexual con la que convivió en los setenta; la experimentación en el
sonido y su derivación hacia el jazz de vanguardia, de la mano de Don Cherry y
bajo el influjo de la música de Ornette Coleman, en The Bells (1979). Sin embargo, fue con The Blue Mask (1981), donde
se reveló la madurez del artista. De pronto, el público estaba ante un Lou Reed,
guitarra en mano, en plena posesión de
todos sus recursos artísticos y con una excelente disposición para el ensamble
armonioso con los músicos de una banda excepcional, como la que aparece en A Night with Lou Reed.
Todos los discos de ese período reediano fueron cayendo en mis manos,
tras una perseverante y paciente búsqueda y espera. Sí, porque cada encargo a
la disquera, en el que se incluían libros y muchos otros discos, tomaba su
tiempo y demandaba una cantidad significativa de dinero. El catálogo de Phantom era, sencillamente, nuestra
perdición. Era, veinte años atrás, la versión impresa de las listas de Amazon
en la que ahora buceamos tras nuestras presas más codiciadas (Dylan, Lou Reed,
Bruce Springsteen, Pearl Jam, Neil Young, The Band y algunos más).
Cada disco era una celebración. Y
cada disco era un ingreso sorprendente a un mundo de tonalidades oscuras donde
se daban la mano personajes del submundo neoyorquino: travestis y prostitutas,
heroinómanos y cultores de aquellos placeres ocultos de Sade y Masoch. Un mundo
violento, un universo salvaje que de pronto asomaba a la superficie para
revelarnos, entre la sensibilidad y el horror, el lado oscuro del ser humano.
Por ello, no debe llamarnos la atención que, en el tramo final de su obra, Lou
Reed haya grabado un disco a partir de algunos cuentos de Allan Poe, disco al
que tituló The Raven (2003), donde,
una vez más las obsesiones, la paranoia y la muerte, constituyen la materia
esencial de las composiciones; sin embargo, la pompa y la pretensión no están
ausentes en este disco, del que rescato los tracks
Perfect Day y Who Am I?
Así fue cómo conocí a Lou Reed. Y
con esos discos, sumados a todo lo que hizo junto a John Cale, Maureen Tucker y
Sterling Morrison en la Velvet Underground, con toda seguridad que su espacio
en la historia de la música estaba ya conquistado. Todo estaba allí: del caos y el ruido nacía la
armonía y la música. La luz derrotando a las tinieblas. Tal era la esencia del
corpus musical del talentoso Lou. Genial, sin duda alguna, especialmente todo lo que hizo con la Velvet.
Pero, aún me faltaba descubrir aquellos discos que serían la chispa que
encendería mi pasión por la obra del neoyorquino.
Porque, definitivamente, junto
con el de Bob Dylan, el quehacer musical de Lou Reed se convirtió en uno de mis
predilectos. Amé intensamente la música de Reed a partir de dos discos claves,
mis favoritos: New York (1989) y Magic and Loss (1992). Y ha sido, a
partir del encuentro feliz con estas dos piezas fundamentales en su obra, que
revisé e incorporé a mis discos esenciales todo lo que el artista construyó
desde los sesenta hasta los ochenta y todo lo que vino después del Magic and Loss. Sí, Lou tuvo que
recorrer todo un largo camino, teñido de obstáculos, desengaños, desenfrenos e
incomprensiones para llegar a estos dos discos tan hermosos como estremecedores,
tan lúcidos como sobrecogedores.
Si el New York (1989) es un disco que bucea en los oscuros callejones de
la ciudad, topándose, una vez más con toda la fauna subterránea presente habitualmente
en la obra del artista, y a la que ahora se han agregado políticos oportunistas
y autoridades corruptas, el Magic and
Loss (1992) es un disco que bucea en el interior del ser humano para
reflejar el dolor ante la enfermedad y la muerte, pero encarándolo como un paso
necesario hacia la luz, hacia la redención. Si el primero, oscilando entre el
escepticismo y la impotencia, era un descenso al infierno, para mostrar con
crudeza las grietas de la descomposición social urbana, el segundo partía de
ese fondo de tristeza y soledad del ser humano para luego ascender hasta un
punto en el cual era posible ver la luz al fondo del túnel. Y entre el paisaje
realista del New York y el canto a
la amistad del Magic and Loss, la
elegía del Songs for Drella (1990)
en homenaje al viejo mentor que se fue: Andy Warhol.
Cuenta Laurie Anderson, su
esposa, que estando en el hospital y sabiendo que el final se aproximaba le
pidió que lo sacara de allí. Quizás, Lou recordó en esos momentos, a sus amigos
Doc y Rita, a quienes dedicó el Magic
and Loss, con los tubos y las agujas lacerándoles el cuerpo, con fluidos
quemándoles las células en pos de una salvación imposible. Y, entonces, Laurie
lo liberó de todo lastre clínico y lo llevó a casa. Allí, en la mañana del
domingo 27 de octubre, “mirando los árboles y haciendo la famosa forma 21 del
Tai Chi con sus manos de músico moviéndose a través del aire”, Lou Reed
emprendió su viaje al infinito.
Sumido en la tristeza, abrí el Pass thru Fire. The Collected Lyrics y
leí en silencio, a modo de oración, los versos de su hermoso Magician:
Magician magician take me upon your wings
And gently roll the clouds away
I’m sorry so sorry I have no incantations
Only words to help sweep me away
I want some magic to sweep me away
I want some magic to sweep me away
I want to count to five
Turn around and find myself gone
Fly me through the storm
And wake up in the calm. (1)
Laurie, en la sentida despedida a
Lou, al que llamó príncipe y luchador, escribió con dulzura: “Sus canciones
sobre el dolor y la belleza en el mundo llenarán a mucha gente con la increíble
alegría que él sentía por la vida”. Hoy, entre la emoción y la nostalgia,
suscribo plenamente sus bellas palabras.
Lima, 10
de noviembre de 2013.
Notas
(1) Mago,
oh mago, si en tus alas me pudieras llevar / y, suavemente, las nubes disipar /Cuánto lo siento, el sortilegio no tener / Sólo palabras para ayudar a hacerme desaparecer /
Quiero la magia para desaparecer / Quiero la magia para desaparecer / Quiero
hasta cinco contar / Mirar hacia atrás y ya no estar / Quiero la tormenta
atravesar / Y en la calma despertar. (Traducción mía).
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