30/4/14

Nobleza y Generosidad: TÍO PEPE


Escribe: Rogelio Llanos Q.

Tenía alma de niño. Siempre de buen humor y presto a dar su ayuda a quien la necesitaba. Su presencia a nuestro lado, en momentos difíciles, fue el soporte moral en el que nos apoyamos muchas veces para levantar el ánimo y disipar las brumas que a veces enturbiaban nuestro horizonte. Cuántas tardes, cuántas noches conversamos sobre aquellos temas que le encantaban: la vida, el futuro, los amigos, la familia. Conversaciones que él sazonaba con anécdotas plenas de humor sano y que gozaba narrándolas con múltiples detalles y que, luego, celebrábamos riendo a carcajadas.

A su lado, no se sentía el paso del tiempo. Sus historias eran interminables, divertidas, amenas. Una de ellas: cuando llegó el ballet de Senegal al Amauta, fue con la tía Luz (tan generosa, buena y aguerrida), su esposa, a ver el espectáculo. Sentado en las graderías de cemento, disfrutaba de los sensuales movimientos de las bailarinas que con sus pechos descubiertos aceleraban el ritmo cardíaco de los espectadores. La percusión fue  in crescendo. El movimiento de los bailarines se aceleró al compás de unos tambores cada vez más frenéticos. De pronto, el músculo de la pierna se le agarrotó. Un terrible calambre, lo impulsó a ponerse de pie y a zapatear con fuerza, al mismo tiempo que se frotaba con vigor la pierna. Una y otra vez, golpeó enérgicamente el piso con el pie. La gente en su entorno, empezó a aplaudirlo, pensando que, contagiado de la emoción de los bailarines, había iniciado ese zapateo vigoroso, que sólo concluyó cuando el calambre fue superado. Muchas veces le pedimos que contara esa historia, muchas veces reímos a mandíbula batiente con su relato, siempre lleno de gracia y de humor.

Viví diecisiete años en su casa. Como lo expresé hace más de un año en su funeral: Diecisiete años y jamás una palabra de reproche, diecisiete años y jamás una pelea, diecisiete años de afecto, diecisiete años de generosidad. Sí, nobleza y generosidad son las dos palabras con las que toda la vida identifiqué a este hombre que encontraba placer en dar alegría a los demás.

Se llamaba José Dusek Vásquez. Le decíamos cariñosamente, Tio Pepe. Hoy, 2 de mayo, es su cumpleaños. Lo he recordado con júbilo, sí, porque a él le gustaba la alegría, la fiesta, el baile. Hoy está en mi corazón y en el de todos los que tuvimos el privilegio de conocerlo y amarlo.

Para la tía Luz, Gladys, Gino, Henry, Yaro, Gino, Ginito, Nicole, Renzo, Ariana, señorita Blanca, tía Lidia, y todos los Dusek, todos, todos…un fuerte abrazo…los quiero mucho.

Lima, 2 de mayo de 2011



MI TÍA LUZ



Escribe: Rogelio Llanos Q.


Ayer por la tarde, mientras trabajaba, recibí la noticia por teléfono: la tía Luz ha muerto. Una frase escueta, simple y directa, pero suficiente para golpear con extrema dureza a todo un universo familiar que giró en torno a ella y que supo de su franqueza, vitalidad y generosidad. Sí, una frase que siempre traté de esquivar de mis pensamientos, porque ya fuera más tarde o más temprano, siempre iba a ser injusta, terrible, inaceptable.

No atiné a decir palabra alguna. Me quedé en silencio. Como respuesta: un corazón estremecido, un cuerpo tenso, los puños apretados, las lágrimas atropellándose por salir y el sollozo apenas disimulado por el  desborde de la emoción.  Cuántos años intentando exorcizar esa frase terrible intercambiándola por aquella otra plena de ternura y de gratitud: ¡Que Dios la bendiga y que le dé tantas alegrías como ella nos ha regalado.

Pero la vida, como bien lo expresó el artista admirado, es buena pero no es nada justa. Y el tiempo pasa tan velozmente que la juventud, si es gozosa y placentera, pareciera no durar más que unas horas. Y mi juventud fue alegre y placentera gracias a la tía Luz y al tío Pepe y a aquella familia que se nucleó en torno a esos dos nobles corazones. Ellos me abrieron las puertas de su hogar y, entonces, fui uno de ellos. Soy, pues, uno de ellos.

Ayer, luego de escuchar aquella frase terrible, las imágenes que desfilaron por mi mente me trasladaron a aquel duro noviembre de 2010, cuando el tío Pepe emprendió su viaje final. Una de esas imágenes fue la de la tía Luz frente al féretro que contenía los restos de su Pepito, de aquel tío generoso, noble y entrañable. Aún la recuerdo,  sentada, con la mirada vacía y su mente, no sé, quizás perdiéndose ya en ese bosque fantasmagórico de recuerdos felices y por tanto ahora más dolorosos, y de realidades inventadas para ocultar el presente insoportable y cruel.

Cuando abracé a la tía Luz en ese día fatal, algo me dijo ella sobre su Pepito. Fueron unas palabras cariñosas. No las recuerdo con exactitud, pero luego en tono conmovido la escuché balbucear ‘ya se me fue mi Pepe’. Sí, la muerte del tío Pepe fue para la tía Luz la pérdida de algo esencial, de un algo que formaba parte de ella. Y es que ambos eran uno. La bondad de uno era la de los dos y la generosidad de los dos era la de aquellos seres privilegiados, y cada vez más extraños en el mundo de hoy, que actúan movidos por el amor y los afectos.

Lo cierto es que la tía Luz empezó a irse ese mismo día. Recuerdo que alguna vez, en una de nuestras muchas conversaciones que tuvimos a lo largo de los diecisiete años que viví con ellos, ella me confió el miedo que sentía de que alguna vez llegara el momento de la separación. Ella sabía que el tío Pepe, tan sensible, tan vulnerable al dolor físico y espiritual no soportaría la soledad. Ella se pensaba más fuerte, pero siempre rogaba a Dios que ese día tardara una eternidad en llegar. Sí, tardó en llegar…pero llegó. Y, entonces, la tía Luz decidió irse con su amado Pepito. Sí, yo creo que la tía Luz nos dejó aquel aciago día de noviembre del año 2010.

Estoy a pocos años de llegar a los sesenta. La juventud se ha alejado y con ella muchas ilusiones han quedado atrás. Pero no tengo queja alguna. Al contrario, doy gracias a Dios porque he tenido una vida muy linda y una familia muy hermosa. Diecisiete años los pasé al lado de la tía Luz y del tío Pepe, de Gladys y de Gino, de sus hijos y de Henry…y de la tía Chepita. Fueron mis años de felicidad  juvenil. Entre la bohemia celebratoria y la irresponsabilidad gozosa, pasaron aquellos años en los que aprendí que la felicidad estaba en el dar alegría a los demás, en el tender la mano con tanta nobleza a quienes pedían ayuda, en el convocar a toda la familia para hacerles sentir la dulzura de la unidad y de los afectos compartidos. ¿Cómo no dar gracias a Dios por haber recibido de ellos su amor, su comprensión, su tolerancia, su soporte material y espiritual? ¿Cómo no agradecerle a la vida por haberlos tenido junto a mí cuando más los necesitaba, precisamente en aquellos años de mi formación personal y profesional?

Gracias a ellos pude prolongar aquella felicidad que aprendí a conocer cuando niño: la de compartir el placer de una mesa de suculentos manjares sazonados por la charle amena y afectuosa de los seres queridos, de los amigos queridos. Gracias a ellos pude pasar horas de horas leyendo, escuchando música o simplemente compartiendo su vida familiar en medio de bromas, historias y anécdotas que el tío Pepe contaba con fruición mientras la tía Luz celebraba con su risa franca y sonora. Gracias a ellos pude realizar mis estudios universitarios, rodeado de aquella atmósfera familiar que me estimulaba, me animaba y me comprendía.

Ayer, tía Luz, me enteré que la linda casa de ingeniería fue derribada y que ahora es, no sé si un taller u otra cosa. Sé que nunca más volveré por allí, porque ahora esa casa llena de recuerdos sigue tan hermosa y tan entrañable en el fondo de mi corazón: sí, allí está el ‘paneaux’ del tío Flavio, el canto de los periquitos del tío Pepe, el pequeño Menelí tuyo, los gritos de la lora Aurora, las increíbles fiestas de cumpleaños, navidad y año nuevo, las risas contagiantes del tío Yaro, de don Ronald, del señor Alfredo, del fiel Estremadoyro. Y está la dulzura de tu hija Gladys, la palomillada del primo Henry, la invariable gentileza de Gino, las travesuras de Ginito y Nicole….Sí, todo eso vive ahora más que nunca en mi corazón, tía Luz.

Ayer entré a mi biblioteca y me puse a observar el enorme mueble que contiene mis libros bien amados. Yo recuerdo que al llegar a casa de los tíos allá por 1972, empecé a guardar mis libros en un pequeño estante que pronto quedó chico y no me quedó más remedio que irlos acumulando en cajas. Sabedora de mi cariño por los libros, un día la tía Luz me dio la sorpresa. Mandó a construir un enorme estante para que yo pudiera poner allí mis libros. Hasta ahora conservo el mueble. Tuvimos que desarmarlo para poderlo poner en una de las habitaciones de mi departamento. Sí, allí permanece poblado de todas aquellas obras literarias y cinematográficas que me han dado placer. Allí permanece como el recuerdo cariñoso y entrañable de aquella tía que me quiso como un hijo y a la que yo evoco cada día con cariño, trayendo a mi mente aquellos momentos –que fueron muchos- en los que en medio de chismecillos y confidencias deliciosos poníamos en evidencia el profundo afecto que nos unía.

Descansa tía Luz. Tu vida, como la del tío Pepe ha sido fructífera. Cada uno de los que aquí se han reunido para darte el último adiós te lleva en el corazón y te recuerda con cariño. Yo, por mi parte, debo hacerte una última confidencia: cada día al salir de casa, siempre pienso en mi papá, en mis tías Luzmi e Imel y en el tío Pepe, y les digo, vamos papá, vamos tías, vamos tío Pepe, hoy me tienen que ayudar para que todo salga bien. A partir de hoy, tía Luz, tía querida, pues, no te va a quedar otra cosa sino escucharme, como solías escucharme en mi juventud, allí, en la mesita de la cocina, y, por supuesto, tendrás que darme una mano, tendrás que darme – y te imagino entre risas cómplices y bromas irreverentes-  tus sabios consejos de mujer aguerrida, de esposa empeñosa y de mamá entrañable.

Hasta pronto, tía Luz.

Lima, 31 de julio de 2012.

Oración fúnebre leída en su entierro.

Rick Danko en el recuerdo: THE LAST WALTZ REVISITADO


  

Escribe: Rogelio Llanos Q.


Caminaba por los Campos Elíseos una tarde soleada de agosto de 2002. Me sentía cansado y abrumado con todo ese maldito malestar propio de un resfrío que amenazaba con desbordarse. Ese malestar se intensificaba conforme iban transcurriendo las horas. Partiendo del Louvre,  caminé por una de las riveras del Sena hasta llegar a la Plaza de la Concordia, y seguí, de inmediato,  por los Campos Elíseos, una extensa avenida que habría de conducirme hasta el Arco del Triunfo. Caminaba a paso lento y me distraía mirando a la gente pasar, curioseando en una que otra casa comercial o más bien deteniéndome para permitir que la pequeña familia satisficiera su curiosidad  en algunas de ellas, que las hay muchísimas a lo largo de esa gran avenida parisina. El clima no era de los mejores. Era verano, pero por momentos corría un viento fuerte y frío que no hacía más que agredir mis fosas nasales ya congestionadas y mi garganta inflamada. Pero, caramba, a pesar del resfrío en ciernes, había que pasear, había que caminar. Paris, con su mágico paisaje citadino ( y si no, que lo diga Woody Allen),  invita a la caminata tranquila, relajada, feliz. En cualquier lugar donde uno se encuentre siempre habrá algo atractivo que mirar y disfrutar. 

Y mi pregunta de siempre: ¿habrá alguna disquera por aquí? Nunca o casi nunca investigo antes de un viaje. Prefiero caminar mucho y que la ciudad me sorprenda. Siempre quiero descubrir una disquera y que me revele en la exploración atenta de sus anaqueles los tesoros que ella esconde. Así, he descubierto los Musimundo de Buenos Aires, Gibert en el Barrio latino de París, Feltrinelli en Roma, Florencia y Milán. Y así fue como descubrí, de pronto, el inmenso edificio de Virgin Records en la 52 de Los Campos Elíseos.

Totalmente deslumbrado entré al edificio. En el piso inferior había una mezcla heterogénea de discos y vídeos. Aún me veo nueve años atrás totalmente desconcertado ante la impresionante oferta discográfica. Sin capacidad de poder articular palabra alguna y sin saber por dónde empezar la revisión del tesoro hallado, vagué por la sala sin rumbo definido, sin orden ni concierto, aunque sí reparé en los precios. No recuerdo mucho las cifras, pero sí aquella sensación de desazón que causa el saber que no se podrá tener todo lo que uno desea. Los precios imponían respeto y nos obligaban a ser muy selectivos. ¡Calma!, ¡Calma!, empecemos por los preferidos o sea Bob Dylan, Lou Reed. Había de todo un poco: una mezcla de la actualidad con el pasado, algunos clásicos de los sesenta, rock de los setenta, los progresivos, en fin, una gran variedad y para todos los gustos.

Con algunos discos ya en las manos, subí al segundo nivel. Y allí estuve al borde del infarto. Lo primero que vieron mis sorprendidos  ojos fue una especie de libro de pasta amarilla, con un recuadro de fondo negro, sobre el cual en letras doradas se leía, The Band  - The Last Waltz. Estaba cubierto por un plástico que me impedía ver su interior. En la contraportada estaba el detalle de cada uno de los cuatro discos compactos que contenía. Con el corazón acelerado vi que tenía más temas que los de la edición simple que yo tenía en Lima, e incluía, además, la hermosa Acadian Driftwood. Ah, había un tema adicional de Dylan, Hazel, y había canciones de los ensayos y dos temas más de Joni Mitchell.

Miré el precio y lo sumé a los de los discos que ya había seleccionado y allí empezó mi conflicto interior. Siempre la maldita responsabilidad. Siempre la racionalidad. Y que esta vez se fue al diablo, con la complicidad de la pequeña familia: si no lo compras ahora, no lo tendrás nunca. ¿Cuánto tiempo pasó entre el descubrimiento y la decisión de compra? Ya no lo recuerdo, pero sí recuerdo que al ponerlo de canto me di cuenta que había algo parecido a un libro en su interior. ¡Diablos!, está sellado, me dije. ¿Qué tendrá? ¿la historia del concierto? ¿cómo se gestó la película? ¿habrá fotografías? ¿las letras de las canciones? La curiosidad era grande, y más grande era el amor que tenía por la película y por la música que habían cambiado mi gusto musical, y mi vida misma, allá por 1979 cuando se estrenó en el cine Country de Lima. Así, pues, sabiendo que los ahorros se iban a afectar seriamente, tomé este pequeño tesoro entre mis manos, lo puse junto a los discos seleccionados y ya no quise ver más discos por ese día (y creo que ya no vi más en el resto del viaje) y me dirigí a la caja. Luego de pagar, sentí extrañamente un gran alivio.

Llegué  al Arco del Triunfo al borde las seis de la tarde. Luego de mirar algunos detalles de ese monumento construido por Napoleón para celebrar su triunfo en Austerliz, me senté junto a una de sus paredes interiores. A mi lado tenía la bolsa con el botín del día, botín que ahora era tanto más precioso porque había allí una edición de lujo de la música del film bien amado. La verdad es que ahora sólo quería regresar al hotel y, con todo cuidado, retirar el plástico que servía de cubierta y descubrir el contenido de esta edición enriquecida con aquellos temas que Martin Scorsese, tal vez por razones de tiempo o comerciales, había descartado en el montaje del film.

Mientras caminaba de retorno al hotel, y luego de comprar unas cápsulas que resultaron milagrosas y calmaron mi resfrío de un día para otro, pensé en la mañana de aquel domingo de 1979 en la que atiné a entrar al cine Country para ver The Last Waltz, que la revista Hablemos de Cine estaba pre estrenando, con el título de El Último Rock. En aquel entonces, no tenía la menor idea de quiénes eran The Band, Neil Young, Paul Butterfield, Muddy Waters, Joni Mitchell. De Eric Clapton algo sabía por haberlo visto años atrás en el Concierto para Bangla Desh. Bob Dylan era sólo un nombre, y cuya actuación en Bangla Desh, todo hay que decirlo, pasó para mí, totalmente desapercibida. ¡Qué ciego y sordo era en aquel tiempo! Sí, eran aquellos tiempos en que mi universo rockero se componía de las canciones de los cuatro de Liverpool, las suaves melodías de Cat Stevens, la vitalidad del Good bye Yellow Brick Road de Elton John, los arrestos rockeros de The Ventures, y una que otra canción de los Stones.

Dice la historia que todo empezó a las cinco de la tarde de un 25 de noviembre de 1976. Norteamérica celebraba el Día de Acción de Gracias. En el Winterland de San Francisco, allí, donde dieciséis años atrás había empezado su aventura musical, The Band ofrecía a sus fieles seguidores su concierto de despedida. Pero sus integrantes no deseaban que fuera un recital más. Haber estado en el camino y sobre los escenarios por tanto tiempo les había permitido hacer muchos amigos, compartido momentos con bandas y nombres legendarios y recorrido por todo el espectro musical de Norteamérica.

The Band se había convertido en un punto de referencia obligado para noveles y veteranos. Bob Dylan tuvo momentos gloriosos a su lado. Eric Clapton reconoció públicamente que The Band había sido una de sus grandes influencias musicales, y es conocido el hecho de que Clapton visitó los predios del country-blues de The Band en aquellos años que siguieron a su salida de Cream. Lo cierto es que Music from Big Pink, aquel disco que vio la luz en los campos de Woodstock –a fines de los sesenta- compartiendo horas de música y amistad con Dylan, es un pequeño tesoro que pone al descubierto el talento de cinco músicos que prefirieron los pequeños escenarios y los fructíferos y animados encuentros amicales para improvisar y crear esas canciones que se enraízan vitales o melancólicas, gozosas o reflexivas, en esa América profunda de la cual provienen.

Así pues, cuando decidieron dar ese concierto de despedida pensaron en invitar sólo a Dylan y a Ronnie Hawkins, pero luego fueron apareciendo más y más nombres de gente amiga con la que en alguna ocasión habían confluido, Clapton, el primero de ellos. Como decía uno de los afiches del film que perennizó este histórico recital, lo que empezó como un simple concierto, terminó como una gran celebración.

Habiendo optado por invitar a los amigos para el concierto y teniendo a Martin Scorsese y a su equipo conformado entre tantos por los siete mejores directores de fotografía de Hollywood, The Band estaba listo para entonar su canto de cisne. Pero sus seguidores, todos aquellos que habían renunciado a comer el pavo del Día de Acción de Gracias en familia, merecían una buena compensación. Así que a las cinco de la tarde del día en mención, se abrieron las puertas del Winterland de San Francisco y todos los fieles fueron recibidos con una suculenta cena y un baile amenizado por la Berkeley Promenade Orchestra, festín que se prolongó hasta las ocho de la noche en que se hizo un alto para retirar las mesas y las sillas y dejar el lugar listo para el inicio del concierto.

Caminé en silencio hacia el hotel con algunas imágenes del film en mi mente. Siempre rememoro a Robbie Robertson, dirigiéndose a la multitud, al comienzo del film de Scorsese, y diciéndoles “¿Aún están allí, eh?” como prólogo de una emocionante versión de Don´t do it, con la que se cerró el concierto, quizás el más hermoso de cuantos se hayan hecho. O quizás la magia de Scorsese hizo que así lo pareciera.

¿Cómo se le ocurrió a Scorsese empezar por el final? Sin duda, esa fue una de las formidables ideas que surgieron al momento del montaje. Lo imagino a Marty enamorado de la música, fascinado por la belleza de las imágenes, sufriendo lo indecible por la selección que había que hacer, peleando consigo mismo para decidir el corte final. Y allí, sobre la mesa de edición, optando, decidiendo. Dura, pero admirable tarea. Tarea que ya había empezado desde antes de la filmación porque Scorsese dibujó plano por plano las diferentes secuencias musicales. Sí, en el cerebro del genial Marty ya estaban aquellas imágenes que pronto las cámaras de Vilmos Zsigmond o Hiro Narita o Michael Chapman iban a captar, entre otros grandes momentos, cuando Neil Young interpretara Helpless o Rick Danko cantara como los dioses en It makes no difference.
Nueve de la noche. The Band toma por asalto el escenario del Winterland y hace una brillante versión de Up on Cripple Creek. ¿Qué experimenté aquella mañana de 1979 en el viejo cine Country, mientras el gran Levon Helm se inclinaba sobre el micro, y sin dejar de golpear sus tambores,  afirmaba animoso “When I get off of this mountain, you know where I want to go”? Sólo puedo decir que una emoción intensa se apoderó de mí. ¿De dónde salía esta banda y qué contenían estas canciones cuyo significado no comprendía en ese momento, pero cuya música me transportaba a aquellos predios de los afectos, de la emoción. La cámara de Scorsese me permitía enterarme de cómo se estaba construyendo la emoción en ese momento. La guitarra líder de Robbie Robertson, el bajo de Rick Danko, los teclados de Garth Hudson, el piano de Richard Manuel, los tambores de Levon Helm, eran los protagonistas de ese milagro convertido en música.

¿Cuántas veces he visto The Last Waltz? ¿treinta, cuarenta veces? Ya he perdido la cuenta. En el cine la vi tantas veces como pude. Que no fueron muchas en su estreno porque sólo duró una semana. Pero luego, la vi en el cineclub, cuando la rescató, una vez más, Hablemos de Cine. Y luego en el VHS y ahora en el DVD. He vuelto a verla el domingo que pasó, y aún continúo emocionándome. Bella película. Bellas canciones.

Solo al pasar frente al d’Orsay dejé de pensar en Robbie Robertson y sus amigos. Esta vieja estación de tren convertida en museo y albergue de los impresionistas entre muchos otros, conserva en su colección una obra de Courbet impresionante que se llama El Origen del Universo (1866), cuadro que estuvo prohibido por más de un siglo, pero que ahora luce imponente y provocador en una de las paredes de este hermoso museo. El recuerdo de ese hermoso cuadro que muestra el misterio y encanto del pubis femenino, puso a un lado mi nostalgia y trajo a mi mente la rocambolesca historia de un cuadro proscrito por tirios y troyanos y que recién pudo ser exhibido abiertamente en 1995.  Pasado el d’Orsay torné a mis recuerdos entrañables del film, del concierto, y de los discos de The Last Waltz. En realidad, yo no los buscaba, ellos venían a mi encuentro, una y otra vez. Sí,  pensaba en toda la gente que participó en el concierto, cantantes que yo desconocía en aquellos años y que ahora formaban parte de aquel Olimpo particular que alimentaba –y aún ahora, alimenta- mis ilusiones y me brindaba –como ahora mismo-  alegría y emoción.

Dicen las crónicas que The Band tocó para sus seguidores una hora seguida. Sí, allí fue cuando Rick lanzó ese directo al corazón que lleva por título It makes no difference. Extraordinario vocalista, bajista de fuste, toca el bajo como una guitarra más, no le teme a la improvisación, atento siempre a los movimientos del líder, que puede ser Robbie Robertson o Eric Clapton o el mismísimo Dylan. Siempre acertado, siempre inspirado. Pero como vocalista es único, impregnando a los versos de la emoción, la ternura, el desgarro, la angustia que ellos reclaman. Imposible no emocionarse cuando Rick, entregado a su canto doloroso y tierno,  no puede más y declara:” Without your love I’m nothing at all, like an empty hall it's a lonely fall…”. Scorsese, inspirado, le otorga intensidad a la interpretación de Rick y resuelve la situación con hermosos planos medios de Rick y Robbie y unos bellos primeros planos del rostro de Danko. La oportuna entrada final de Garth con el saxo para el subrayado instrumental, el encuadre que se ajusta al cambio de la melodía y la variación de la iluminación en el plano, le confieren a este momento una gran emoción y  una gran belleza.
A las diez de la noche empezaron a desfilar los invitados, el primero de ellos, Ronnie Hawkins. The Band, recuerda Robbie Robertson, empezó dieciséis años atrás con este gran cantante de rockabilly. Viejo conocido y mentor de The Band, pícaro, alegre y bullicioso. Su Who do you love es inolvidable, como inolvidable es ese gesto de echar aire a las cuerdas de la guitarra de Robbie. Sí, todo un privilegio para los cantantes tener como banda a estos cinco talentosos músicos, con cuya compañía Neil Young disfruta y se inspira, Joni Mitchell potencia su interpretación, Paul Butterfield se embarca feliz en su tren misterioso,  Muddy Waters  vibra de entusiasmo  en una intervención que tiene todo el empaque de un ritual, Eric Clapton halla su banda ideal y Bob Dylan reencuentra el camino de la gloria.

Todas estas imágenes pasaron por mi mente una y otra vez, haciéndome desear estar de vuelta en casa para gozar de esa fiesta de los sentidos que es The Last Waltz. En cierta ocasión me pregunté qué secuencia es la que más me gusta. En verdad, todas tienen algún detalle que las hacen inolvidables. Desde la primera en que Rick Danko nos habla del lance que está a punto de realizar frente a la mesa de billar: “hay que mantener la bola de uno en la mesa y eliminar las de los demás”. Sí, una suerte de metáfora de los tiempos que empiezan a correr. Para sobrevivir hay que dejar fuera de juego a los demás. Y, más adelante, Robbie subraya: El camino se ha vuelto una manera imposible de vivir. El tiempo para The Band ya acabó, y hay que irse con la dignidad con la que se ha vivido. E irse entre amigos, canciones y afectos. Y eso es lo que testimonia The Last Waltz.

Pero también me gustan esas imágenes de Neil Young compartiendo el escenario con The Band. Planos hermosos que evidencian la íntima vinculación de las imágenes con la música. Los afectos amicales revelados en una soberbia interpretación de un Neil Young desbordado que abandona su micrófono solitario para juntarse con Robbie y Rick y cantar juntos los coros de Helpless. Hay alegría, humor, nostalgia en esos planos llenos de luz y vitalidad. Me gustan también aquellas imágenes que Marty capta hábilmente cuando a Clapton se le suelta el soporte de la guitarra y Robbie improvisa de inmediato hasta que Eric está listo y retoma el riff como si todo hubiera sido ensayado. Precisión, talento, magia, una vez más.

Desde su mirador, Michael Chapman, el gran director de fotografía, al lado de Scorsese, dirige las diferentes cámaras hacia el escenario para no perder detalle alguno de lo que allí sucede. Son miradas que tienden a mimetizarse con las del espectador, que poseen su curiosidad, que comparten su emoción. De allí que todas las imágenes, salvo las de las entrevistas que se intercalan con las del concierto, se focalizan en el escenario. Si acaso aparece el público, es porque la cámara de Hiro Narita, ubicada detrás de la banda, sobre el escenario mismo,  muestra muy de cerca lo que Levon, Garth o Richard Manuel hacen con sus instrumentos y,   entonces, en el fondo del plano podemos atisbar al público de pie, exteriorizando su gozo ante  un acontecimiento musical sin precedentes.

La última vez que ví The Last Waltz en pantalla grande, está asociada al recuerdo de un Fico de Cárdenas haciendo un comentario encendido de aquella secuencia en la que Muddy Waters interpreta Mannish Boy. No hay palabras para describir la emoción que emana del gran bluesero, que fue captado por la cámara de Laszlo Kovács. Siempre he contado esta historia que la leí en una entrevista que le hicieron a Marty. La escribiré ahora, aun cuando, me temo que he perdido ya algunos detalles. Pero, más o menos, se trata de algo así: El gran LaszLo Kovács, no estaba contratado para la filmación, pero estaba formando su cola para entrar al concierto. Marty, que ya había dispuesto a sus camarógrafos en diferentes puntos del lugar del concierto, descubrió de pronto a Kovács y pensó de inmediato que éste bien podría cubrir el escenario desde atrás de la sala. Kovács aceptó la propuesta de participar en la filmación y fue él quien logró ese extenso plano secuencia en el que Muddy Waters hechiza con su canto a la multitud. Lo que sucedió fue que el tema era conocido por todos como Hoochie Coochie Man y cuando se habló de Mannish Boy, todos los fotógrafos se relajaron a la espera del siguiente tema, para desesperación de Marty que pensó que nadie había captado la interpretación de Muddy Waters. Kovács que no estaba al tanto de los detalles como los demás fotógrafos, siguió filmando y salvó la situación de una manera inesperada. Un desenlace feliz que Marty descubrió al momento de montar el film.

Allá por 1979 la oferta discográfica en Lima era muy pobre. Así que luego de ver la película y cuando aún no se había disipado el gozo y la emoción por las imágenes vistas y los sonidos escuchados, sentimos una cierta desazón porque pensábamos que, quizás, nunca más podríamos volver a la magia de The Last Waltz. Sin embargo, nos equivocamos. Poco tiempo después, en una de nuestras frecuentes visitas a la disquera Héctor Roca en la muy venida a menos Galerías Boza del centro de Lima, encontramos la edición en vinilo de The Last Waltz que, por supuesto, adquirimos de inmediato. Era una edición de tres discos, cada uno de los cuales estaba dentro de un sobre amarillo. En estos sobres, había fotografías en blanco y negro extraídas del film. En uno de ellos, estaban la lista de las canciones, así como los intérpretes y los músicos de apoyo. Era más de lo que podía esperar en aquellos días de tanta sequía musical en nuestras disqueras. Tomé nota de los nombres que aparecían en el sobre. Ese fue el punto de partida de una búsqueda de discos, discografías, libros y datos que tuvieran que ver con mis recientes héroes musicales. The Band y sus amigos eran mis nuevos compañeros de ruta. Aunque a veces me lamentaba haberlos conocido tan tarde. Justo cuando ellos decidían retirarse de los escenarios, yo empezaba a disfrutar de su música.

La crónica del concierto nos dice que a las once y cuarenta y cinco minutos de la noche, The Band se tomó un pequeño descanso, antes de  continuar ofreciendo un recital que se caracterizó por la recreación de sus propias canciones. Todas las interpretaciones del concierto, salvo la de Acadian Driftwood (que sólo es posible escucharlo en esta edición de cuatro discos), mejoran las versiones en estudio. La fuerza de Levon Helm en Ophelia y The Night They Drove Old Dixie Down es sencillamente arrolladora. The Weight, con el apoyo de The Staples, es un canto ceremonial maravilloso. Evangeline es una tonada country deliciosa, con el contrapunto de voces de Rick y la encantadora Emmylou Harris.

A la una de la mañana, Bob Dylan entra en escena y arranca su actuación con Baby, let me follow you down, seguida de Hazel, I don´t believe you, Forever Young y una repetición vibrante de Baby, let me follow you down. Sin embargo, en el film, sólo se registran Forever Young y la repetición de Baby, let me follow…. Según se dice, Dylan y su gente estaban preocupados porque estas imágenes podían afectar los resultados del estreno de Renaldo y Clara, película fallida en la que el mismo Dylan hacía de director. De todas maneras, las imágenes que Scorsese graba de Dylan con The Band son extraordinarias, a tal punto que bien puede considerarse que jamás el cantante de Minnesotta ha sido captado en escena de manera tan vital y tan sentida como en The Last Waltz. Y es posible ver en esa secuencia, el grado de compenetración entre el cantante y la banda. Levon Helen y Rick Danko, atentos, a lo que Dylan y Robbie conversan, atentos a los sonidos que saldrán de las guitarras de sus líderes para luego seguirlos. Bien sabían ellos de lo que Dylan es capaz en el escenario: empezar un tema jamás ensayado y confiar en que su banda, intuitiva y talentosa, lo seguirá fielmente y harán de su actuación una verdadera ordalía. Así, pues, cuando Dylan pulsa las cuerdas de su guitarra y se embarca en la versión final de Baby, let me follow you down, Levon se aplica a sus tambores y Rick Danko sonríe como diciendo ‘esa ya lo conozco’, y se entrega con alegría al placer de una interpretación que sabe será inolvidable, única.

Allá por 1986, diez años después de The Last Waltz, Richard Manuel, el hombre del piano, el cantante que nos deleitó con su versión de The Shape I´m in, aquel que dijo que la principal motivación de The Band eran las mujeres, el singular vocalista de la versión en falsete de I shall be released y que sorprendió en el número final de The Last Waltz  cantando a viva voz la segunda estrofa de esa canción emblemática (y muchos de los invitados no sabían quién era el intérprete),  se quitó la vida en el cuarto de un hotel en Florida, luego de dar un concierto al lado de sus amigos Levon Helm y Garth Hudson. Ese mismo año, aquí en Lima, un pequeño grupo de amigos, le rendimos homenaje en fiesta profana con parrilla deliciosa, afiches, vino y alcohol a raudales y mucha de aquella música amada.

Mientras subía hacia  la habitación del Hotel Des Mines ubicado en el corazón del barrio latino en la 125 de Saint Michel, mi estado de ánimo se debatía entre la alegría por el hallazgo del día y una cierta nostalgia por los amigos lejanos, por aquellas fiestas y encuentros de largas y amenas charlas matizadas con los sonidos de aquella música que revisitaba los predios tan queridos como tan heterogéneos –desde la salsa dura hasta el rock de The Band, pasando por el bolero y la ranchera de José Alfredo Jiménez-. Los viejos recuerdos se agolpaban a la vista del disco encontrado, disco que ahora yacía sobra la cama,  a punto de ser abierto.

Me gusta acariciar un disco antes de abrirlo, tal como suelo hacer con los libros. Lo miro y lo remiro disfrutando del arte de la carátula, leyendo con mucha atención las leyendas o créditos de la contracarátula y deteniéndome en los detalles del dibujo o la fotografía que suele aparecer en ellos. El plástico que lo cubre me recuerda que es un disco nuevo, cuyos temas, sonidos y voces, en algún punto de la grabación podrían pulsar las cuerdas de mi emoción y hacerme decir una vez más: ¿cómo ha podido este cantante, ese músico o aquella banda encontrar tal verso o tal acorde que nos hace tocar las puertas del cielo? Hacer girar un disco y escuchar lo que contiene es, sin duda, todo un acto de amor. Escuchar The Last Waltz es ingresar a aquellos espacios donde los afectos tienden lazos generosos con la nostalgia y donde el amor por la música se confunde con la celebración de la amistad.

Luego del I shall be released interpretada por The Band y sus invitados, bajo la conducción de Bob Dylan, algunos de estos se apoderaron del escenario e iniciaron un ‘jam session’ para sorpresa y gusto de los espectadores. Neil Young, como guitarra líder, Stephen Stills, Ronnie Wood, Doctor John, Ringo Starr, Levon Helm, entre otros, se embarcaron en una improvisación, que las cámaras sólo pudieron captar en parte; tanto tiempo encendidas, las cámaras se recalentaron y tuvieron que ser apagadas. Sólo se volvieron a encender a las dos y quince de la madrugada cuando The Band subió por última vez al escenario y fue allí donde Marty Scorsese capta a Robbie Robertson diciéndole a los asistentes: “ ¡Aún siguen allí!, ¿eh?” y empiezan el tema final, Don’t do it. A las dos y veinte minutos The Last Waltz era ya historia. Había trascurrido casi diez horas desde que el Winterland abrió sus puertas y empezó la celebración.

Abrí la puerta de mi habitación, me serví un vaso de agua y me tomé un par de aquellas cápsulas que me había recomendado en la farmacia un chino que hablaba español y que, creo, me miró con compasión al escuchar mi acentuada afonía. Cuando lo escuché decir: “señol, estas cápsulas son buenas para su galganta”, sonreí, al acordarme  de aquel personaje que hacía de ayudante de Arizona Jim, el valiente sheriff de un imaginario pueblo del Oeste americano, y cuyas hazañas aparecían escritas en aquellas novelitas de a sol, que hicieron famosos, entre los habitúes, a autores como Marcial Lafuente Estefanía, Mortimer Cody o Silver Kane y que me acompañaron en mi adolescencia.

Comodísimo en mi pijama, me dispuse a revisar el tesoro adquirido. Una vez más, admiré, a través del plástico, el detalle de la carátula que acompañaba a las letras doradas. Sí, debajo de ellas había el dibujo de cinco músicos, de pie, con los brazos levantados y dos de ellos, con sus guitarras. Ahora, pensé, veintitrés años después del concierto, sólo quedan cuatro. Luego del concierto y de la noticia del suicidio de Richard Manuel, supe muy poco de ellos. A Robbie Robertson lo volví a encontrar poco tiempo después en los créditos del film de Scorsese, El Color del Dinero;  a Rick Danko, Levon Helm y Garth Hudson los vi juntos por última vez en el Concierto del 30 Aniversario de Bob Dylan. En esa ocasión Rick estaba muy subido de peso, los años no lo habían tratado tan bien, pero la versión de When I Paint My Masterpiece, con un The Band reconstruido con apoyo de unos cuantos amigos, fue emotiva, sin llegar a la intensidad y fuerza de aquellas interpretaciones inolvidables de The Last Waltz.

Quité cuidadosamente el plástico que protegía el álbum. Lo abrí. Detrás de la portada había dos discos y en la primera página, estaba uno de los afiches del concierto: una mujer desnuda, que es tomada de las manos por un hombre vestido con un terno oscuro. Ambos están junto a la reja de acceso a una casa de campo y cerca de otra mujer, sentada, con las piernas descubiertas, que los observa. Al fondo un hombre lleva en brazos a una mujer. Las mujeres nunca faltaron en el universo de The Band. Es más, eran esenciales. Richard Manuel, tenía razón: si The Band emprendió la aventura musical, fue, sin duda, por las mujeres, sí aquellas mujeres que Rick Danko calificó de maravillosas.

Continué con la exploración del tesoro: venía a continuación una especie de libro con hojas en papel ‘couché’, con muchas fotos y mucho texto. Sobre la pasta final, estaban los otros dos discos. En la última página, se reproducían las palabras de Robbie Robertson acerca de la imposibilidad de que The Band continuara en el camino y la necesidad de decir adiós a los conciertos. Frases nacidas del corazón y de un itinerario vivido con intensidad.

Volteé hacia la página anterior y, entonces, miré extrañado las fotos de Richard Manuel y Rick Danko. En la parte inferior de ambas fotografías leí impresionado “Dedicado al Arte y Memoria de Rick Danko y Richard Manuel”. ¿Rick Danko muerto? No lo podía creer. ¿Y cuándo ocurrió y cómo sucedió? Busqué rápidamente entre las páginas del libro alguna información sobre lo sucedido a Rick, pero no encontré dato alguno. Retorné a las últimas páginas para volver a leer la dedicatoria de Robbie Robertson –que es el productor de esta edición- a sus viejos camaradas.
Una profunda tristeza me embargó, tristeza que me devolvió a aquellas imágenes de Rick y su sentida versión de It makes no difference y también a aquella otra de Stagefright, en la que un Rick tembloroso y emocionado, hace de dicha composición, en complicidad con un Scorsese inspiradísimo, uno de los grandes momentos de The Band en la película.

De regreso a Lima, frente al equipo de sonido, volví a escuchar emocionado, uno tras otro, los cuatro discos de esta versión de The Last Waltz y, entonces pude comprobar, con alegría, que Richard y Rick nunca se fueron. Están con nosotros cada vez que el disco gira emocionándonos con sus sonidos o que los planos del film empiezan a fluir con su belleza y su calidez.

Gracias, Robbie, Rick, Richard, Levon, Garth, gracias por su música. Cierto, Miguel, muy cierto, los viejos rockeros nunca mueren.

Lima, 15 de enero de 2012.




NOTA PARA MI MAMÁ (en su amado libro de recuerdos)



Mi mamá me pide que le escriba en su libro de recuerdos. 

Claro que lo haré, mamá. 

Y la imagen de ella sentada en el sillón, junto a la ventana, leyendo las notas que amigos y familiares han escrito para ella, me emociona, me llena de ternura. 

Me siento junto a ella, le tomo la mano y le digo que la quiero mucho y ella me responde que ella también me quiere mucho  y, de inmediato generaliza, me dice que ama a todos sus hijos, y que reza cada día por todos y cada uno de nosotros.

Me cuenta luego sus historias: la del niño que decía que estaba frito frito, la de nuestro Ricky que apoyaba su hocico en sus pies al oírla llorar porque yo había salido de viaje, la del ladrón que no pudo robarme el carro porque ella oró a Dios para que no me hicieran daño. La escucho contar sus historias en medio del silencio de esta casa que vivió tiempos hermosos de bullicio, baile, afectos y unidad familiar.

Me pregunta luego sobre el tío Pepe y la tía Luz. Me pregunta si han muerto. Y yo le digo, emocionado, y con todo el amor que puede albergar mi corazón, que hay personas que jamás mueren, como papá, como las tías Luzmi y la tía Imel, como don Carlitos Revoredo. Sí, los tíos Pepe y Luz están vivos, mamá. Y están conmigo cada día en mi corazón.

Así pues, hemos pasado un bonito día con mi mamá. Mañana volveré a Lima, pero me llevo su mirada noble, sus oraciones, las imágenes de su figura solitaria leyendo y mirando la casa del hijo amado. Y me llevo su amor.

Te quiero mucho,  mamá.

R.


Trujillo, 28 de septiembre de 2013

R.E.M.: AL FINAL DEL CAMINO




Escribe: Rogelio Llanos Q.


Todo tiene su final era uno de los versos de una canción del mismo nombre que popularizara allá por los años setenta el gran Héctor Lavoe. Canción que se alimentaba de aquellas verdades simples de la vida y que el sonero cantaba entre el gozo y la nostalgia. El final de una vida es siempre triste. Más aún si se trata de una vida cuyos frutos los hemos apreciado, disfrutado y hecho nuestros. Después de ella sólo nos quedan los recuerdos de aquellos buenos momentos vividos y siempre el pesar y el lamento por aquellas cosas que no se pudieron concretar. Para resumirlo en unas pocas frases: final de una ilusión, final de un encanto.

La aventura rutilante de los R.E.M concluyó el 21 de septiembre pasado con una escueta declaración en la que agradecía profundamente a todos aquellos que alguna vez se habían sentido tocados por su música. No hubo concierto de despedida, ni muchas luces en torno al final de una de las grandes bandas de rock. Sólo unas palabras, un perfil bajo y un disolverse en la nada.

Mike Stipe, Mike Mills y Peter Buck nunca fueron divos propensos al escándalo y a las luces fulgurantes del inefable mundo del espectáculo. Eran hombres del escenario, que vivían para y por la música. Se entregaron siempre a ella con generosidad y en los estudios y en el escenario dieron muestras de sobra de su talento. Su obra musical osciló entre las letras crípticas y sonidos rugientes y las composiciones depuradas con alusiones desencantadas sobre el entorno social y político de su país, arropadas con acordes y melodías plenos de vitalidad y lirismo.

Conocimos hace mucho tiempo a R.E.M a través de un tema que nunca fue, precisamente, uno de su predilección: Shiny Happy People. Pero este tema, movido, que Mike hiciera para gozar de la compañía de Kate Pierson –cantante de B-52’s- y que no reflejaba la esencia y el sentir de la banda nos llevó hacia el Out of Time, donde nos topamos con el que se convertiría en un clásico de la banda y que era casi un fijo en cada una de sus presentaciones: Losing My Religion. Y de allí pasamos a los extraordinarios: Automatic for the People, Monster y New Adventures in Hi-Fi, para luego empezar una  vuelta atrás y saber de dónde venía esa profunda nostalgia, esa ineludible  tristeza o esa furia desencadenada de esta banda de sentimientos y salud frágiles que tocó las fibras sensibles de sus miles de seguidores en muchas partes del mundo.

Alguna vez fueron cuatro. Bill Berry, el baterista, abandonó el grupo tras sufrir un aneurisma cerebral en 1995. Su último disco fue New Adventures in Hi-Fi. Los críticos sostienen que a partir de allí, R.E.M cambió y no siempre para bien. A pesar de muchos comentarios adversos, debemos manifestar que hemos continuado siendo fieles a esta banda y apreciado los aciertos de aquellos discos que siguieron a la salida de Berry. Nos negamos a echar por la borda discos con temas como Suspicion, At my most beautiful, Sad Professor o Daysleeper (en Up), All the Way to Reno o Imitation of Life (en Reveal), Leaving New York, Electron Blue o Final Straw (en Around the Sun).

La noche del 13 de marzo de 2008, R.E.M subió al escenario del Austin City Limits en Texas para presentar ante trescientos cincuenta personas el Accelerate, su décimo cuarto álbum en estudio. Nos vamos a detener aquí porque, pensamos, el Accelerate es un hito importante en la carrera de R.E.M. Y este concierto revela muchas cosas: un estado de ánimo, un pico elevado en la carrera musical del grupo, una apuesta política.

No conocemos los detalles de la filmación de este concierto que luego quedaría perennizado en un DVD oficial con el título R.E.M Live From Austin TX. Nos hubiera gustado saber cómo se gestó y cómo se concibió la filmación de este concierto porque, reiteramos, es muy revelador respecto al momento por el que pasaba la banda, pero también porque, a la vista de los resultados, tenemos la impresión de que hubo una preparación muy cuidadosa, sobre todo en lo que se refiere al manejo diestro de las cámaras, la iluminación eficaz y la espléndida fotografía.

En los créditos leemos que la dirección estuvo a cargo de Gary Menotti y la fotografía fue responsabilidad de Scott Newton. Pensamos que, tanto ellos como el equipo de la producción debieron sentirse  al final muy satisfechos con el producto realizado. El concierto refleja el buen estado por el que pasaba R.E.M en el 2008. Había ilusión, había entrega, había deseo de lucha. Sí, porque R.E.M. le había declarado la guerra al ‘establishment’. Bush era el gobierno de las grandes corporaciones y de los grandes negociados. Bush siguiendo el ejemplo de su padre y de los gobiernos más retrógrados de su país, había echado a volar el águila guerrera y la juventud norteamericana, de vuelta de la nueva cruzada colonialista, empezaba, como en los tiempos de Vietnam, a retornar en ataúdes envueltos en la bandera del oprobio y la mentira.

El Accelerate era un disco combativo, duro y sin concesiones que se iniciaba con un arrollador Living Well is the Best Revenge. Y el concierto arranca precisamente con este primer tema del álbum que Mike Stipe vocaliza de manera contundente, apoyado en la guitarra incisiva de Peter Buck y la base rítmica que sostienen impecables Mike Mills en el bajo y Bill Rieflin en la batería. Son largas parrafadas las que canta Stipe, a partir de esos inquietantes versos que hablan del veneno que entra en la vida que uno aspira a vivir y que lo hace, de repente, despertarse bruscamente sumido en el pánico (1).

¿Cuándo se jodió Estados Unidos? A partir de Living Well… se instala esta interrogante con el mismo ímpetu vargasllosiano. A continuación, Stipe y su banda arremeten con Man-Sized Wreath y sientan otra premisa a partir de la cual ellos se consideran en campaña: el juicio de la sociedad norteamericana está en la picota, su juicio está nublado por la presencia del miedo (2). La música de R.E.M es provocadora, subversiva, y al mismo tiempo encantadora. La vocalización de Mike es perfecta. Su voz, ligeramente ronca, se adapta perfectamente a los sonidos afilados de las guitarras de Peter Buck y Scott McCaughey.

Luego, viene el intro suave, cristalino de Drive, a cargo de Peter Buck, que da paso a la voz de un inspirado Stipe que, inquietante, pregunta y afirma a la vez: hey, niños, ¿dónde están? Nadie les dice lo que hay que hacer, nadie les dice donde ir (3). La interpretación es sobria, cargada de emoción, gracias a la fuerza y carisma de un Stipe que se siente muy cómodo actuando en un escenario pequeño, bien secundado por sus músicos que disfrutan igual del momento.

Si es posible conocer el talante del grupo y apreciar sus virtudes musicales es gracias a una planificación cuidadosa que le da al espectador la oportunidad de ver el quehacer de cada uno de los integrantes en cada una de sus interpretaciones. Las cámaras se desplazan de un miembro de la banda a otro, según el papel que le toca en cada tema musical. Así, tendremos unos buenos planos de Mike Mills mientras ejecuta los teclados en Electrolite, no nos perderemos los toques de la guitarra acústica de Peter Buck en Huston y del mismo Mills en este tema, y el histrionismo de Mike Stipe en Fall on Me.

R.E.M Live from Austin TX., es un excelente documental que da cuenta del quehacer musical de una banda que lo entrega todo en el escenario. El acierto en la filmación de este concierto está en dejar que la música y quienes la interpretan impongan su ritmo. Los planos, las ángulos de cada toma, los movimientos de cámara y la iluminación sólo son el complemento adecuado a un espectáculo que basa su atractivo en el virtuosismo de los intérpretes, la calidad vocal de Stipe, la música hermosa y vital y el mensaje transgresor de una banda que decidió reivindicar para su arte aquellos  términos tan venidos a menos en las últimas décadas: el compromiso con su medio, el compromiso político.

Ve y construye otro hogar, ve y construye otro sueño, yo no escogí los que ahora existen (4) son algunos de los versos de So, Central Rain, que engarzan perfectamente con otros que Stipe canta en Accelerate: el paisaje está cambiando, la incertidumbre nos sofoca, nunca la esperanza ha sido tan grande como ahora (5). Hay en muchas de las canciones de R.E.M. mucha desilusión y mucha inquietud, como en la que se desliza en Hollow Man: Me he convertido en un hombre vacío…estoy abrumado, vacío e incompleto….(6), pero al mismo tiempo hay un destello de esperanza que parte del mismo hecho de querer superar ese abismo y construir su sueño como en So, Central Rain.

Pero también la ironía y la apelación al mundo de la imaginación y la fantasía encuentran un espacio privilegiado en el arte de R.E.M: Hollywood y sus mitos, Hollywood y sus luces multicolores, Hollywood y su vida de ensueño aparecen en Electrolite (7) e Imitation of Life.

Si bien la música de R.E.M. alude al universo norteamericano, ancla en realidad en la experiencia y el sentir de los integrantes de la banda. Ese mundo interior, de donde parte la obra de Stipe, Mills, Buck y Berry (este último hasta el año 96), es revisitado y  reelaborado poéticamente en versos muchas veces enigmáticos. Cada vez que escuchamos Supernatural Superserious, nos viene a la mente esa frase de Dylan al referirse al Blood on the Tracks y preguntarse cómo es posible que la gente disfrute de un álbum que está lleno de dolor. Los briosos sonidos de Supernatural Superserious enciende a la audiencia que grita, goza, y aplaude, pero Stipe allí habla de humillación en la adolescencia, de lágrimas y fantasías, de sueños de travesti y de decisiones de vivir con gozo y sin lamentos (8).

Las composiciones de R.E.M. no son de fácil lectura. Y ellos se han negado terminantemente a ser complacientes. Al presentar sus canciones, lo hacen aludiendo a ciertos contextos dentro de los cuales crearon sus temas, pero los versos, por lo general, jamás llegan a ser explícitos. Tal es el caso de Huston (9), del cual Mike Stipe contó en alguna ocasión que fue escrito a partir de las inundaciones provocadas por el huracán Katrina, que puso en evidencia la ineptitud del gobierno de Bush. La canción ironiza sobre el papel del gobierno y pone énfasis en la fuerza del individuo para salir adelante.

Hay en los temas de R.E.M. la ambigüedad suficiente para hacer diferentes lecturas. Esta multiplicidad de significados es una muestra de la riqueza de la obra de una banda que en sus casi treinta y un años de vida tocó la gloria sin envanecerse, y, por el contrario, asumió un papel importante en la lucha por el cambio político de su país, pensando en el hombre de la calle, en el hombre sencillo, en aquel que no tiene acceso a los grandes medios de comunicación. Su no al fascismo, su no a la guerra y su afirmación de vida se tradujo en temas como Bad Day, Horse to Water o el hermoso, y no menos duro, Until the Day is Done (10). Las versiones que aparecen en R.E.M Live From Austin TX, son intensas, apasionadas, bellas. El final del concierto llegó con el clásico Man on the Moon.

Sí, intensidad, pasión y belleza describen perfectamente lo que fue el quehacer de R.E.M a lo largo de su existencia. Y quizás esa intensidad y esa pasión que encendieron la admiración de miles en todo el mundo, encendió también el fuego en el cual se consumió la vida de una banda que se jugó por entero a favor del sueño americano, sueño que ahora aparece aún más lejano y donde las ilusiones quizás se han perdido, quizás se han olvidado.

En The Last Waltz, Robbie Robertson habla del camino que acabó con Janis, con Elvis y tantos otros. Quizás Mike Stipe, Mike Mills y Peter Buck decidieron salvar lo que quedaba tras la debacle. ¿Era tal vez Collapse Into Now, el último disco de R.E.M. un adelanto de lo que se venía? ¿es el sálvese quien pueda del barco a punto de naufragar lo que le espera a la gran nación americana? Lo cierto es que ya no veremos danzar, cantar y sonreír al carismático Mike Stipe, tampoco veremos a Mike Mills y su gastado bajo amarillo haciendo la segunda voz del grupo y, con toda seguridad, echaremos de menos la imagen entrañable de Peter Buck y sus extraños saltos sobre el escenario mientras nos deleitaba con sus tiernos o fieros rasgueos, acordes y toques de su guitarra portentosa, única…inolvidable.


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Notas:


(1)  It's only when your poison spins / Into the life you'd hope to live / And suddenly you wake up in a shaking panic

(2)  Nature abhors a vacuum but what's between your ears? / Your judgement clouded with fearful thoughts.

(3)  Hey kids, where are you? / Nobody tells you what to do, baby / Hey kids, rock and roll.
Nobody tells you where to go, baby, baby, baby

(4)  Go build yourself another home, this choice isn’t mine / Go build yourself another dream, this choice isn’t mine

(5)  The vista I see now is changing  / Uncertainty is suffocating / Our hope has never felt so great and / Lit up down

(6)  I've become / The hollow man, / I've become / The hollow man I see…..I'm overwhelmed / I'm on repeat / I'm emptied out / I'm incomplete / You trusted me /
I want to show you / I don't want to be / The hollow man

(7)  If I ever want to fly./ Mulholland Drive./ I am alive./ Hollywood is under me./I'm Martin Sheen / I'm Steve McQueen/ I'm Jimmy Dean

(8)  Humiliation, / Of your teenage station / Yeah you cried and you cried, / He's alive, he's alive / And you cried and you cried and you cried, / And you realize your fantasies are / Dressed up in travesties / Enjoy yourself with no regrets.

(9)  If the storm doesn't kill me the government will / I've got to get that out of my head / It's a new day today and the coffee is strong / I've finally got some rest….So a man's put to task and challenges / I was taught to hold my head high / Collect what is mine / Make the best of what today has.

(10)       The battle's been lost, the war is not won / An addled republic, a bitter refund / The business first flat earthers licking their wounds / The verdict is dire, the country's in ruins / Providence blinked, facing the sun / Where are we left to carry on / Until the day is done / Until the day is done


Lima, 26 de septiembre de 2011.

EL REGGAE Y SU ORIGEN POPULAR



Escribe: Rogelio Llanos Q.

Por los caminos del rock (1) es un libro que se interna por la realidad social de Argentina, pero que bien podría ser otro país latinoamericano, para intentar encontrar allí, en los conflictos, en la identificación de los grupos que la componen, en sus manifestaciones y creencias, en la virulencia de sus procesos sociales y políticos, aquellos elementos que constituyen el origen  de aquel universo variopinto, tan violento como amable, tan inmenso como heterogéneo, tan hermético como generoso, que denominamos rock.

No vamos a hacer una crítica del libro, sólo queríamos presentarlo debido a que uno de sus pequeños ensayos – Una música para el éxodo rastafari-  está dedicado, de manera clara y sencilla, al reggae.  Y ya sabemos que si hablamos de reggae, de inmediato surgen algunos nombres como rastafari, Bob Marley, Jamaica. El pequeño ensayo, tal como ya lo indicamos, es bastante esclarecedor y por ello creemos que bien vale la pena hacer una pequeña revisión.

Para empezar, el reggae está directamente vinculado a una época y a un movimiento social. Este movimiento, con toda la energía propia de una protesta popular, fue, precisamente,  impulsado por sectores marginados en la conmocionada Jamaica de los años setenta. Lo que  es innegable, además, es que este movimiento también tuvo y tiene un componente racial.

La música en Jamaica siempre ha estado muy ligada a lo político y a lo social. En medio de esta conmoción política, es que se desarrollaron aquellos géneros musicales que vieron la luz en las pasadas décadas: el ska de los cincuenta, que, politizado y combativo, cumplió un papel importante en la época de la descolonización y el rocksteady, una versión más lenta del ska, que tuvo mucho auge en los sesenta y que, más bien se decantaba hacia lo cotidiano y lo afectivo. A fines de los sesenta surge la música reggae y su característica principal es su manifiesta filiación política.

El texto de Esteban Rodríguez apunta luego a desentrañar el origen del vocablo reggae. Uno de sus significados es ‘every day’ (de cada día), pero también ‘from the people’ (del pueblo). Según Toots Hibert, cantante de los Maytals, reggae significaría regular, aludiendo al ritmo de la música, aunque el mismo Bob Marley decía que la palabra quería decir ‘la música del rey’-

Sea cual fuere su significado, lo cierto es que el reggae se convirtió en una suerte de bandera de los oprimidos, de los marginados, de los desclasados, bandera de protesta social y racial. Y todo ello en medio de una década –los setenta- atravesada por la violencia política y las pandillas juveniles. Por aquellos días, Jamaica estaba dominada por un 90% de población negra y poseía un altísimo índice de desocupación (24%). La población se concentraba en Kingston, la capital, lo cual no hacía otra cosa sino agravar el estado de violencia y de enfrentamiento constante entre los grupos sociales.

El reggae surge de aquellos sectores negros más pobres de Kingston. Y allí mismo confluye con el movimiento rastafari que ya venía existiendo desde los años treinta. De inmediato, el reggae asume la condición de  vía de expresión de dicho movimiento que se nutría de la lucha contra el esclavismo. Líder de este movimiento fue Marcus Garvey que ya en 1914 fundó la UNIA (Universal Negro Improvement Association) y que pronto se convertiría en una suerte de profeta rastafari.

Para el movimiento rastafari, Etiopía es el lugar de la tierra prometida, al que alguna vez se llegará. Pero el ahora era la emancipación, sólo posible de conseguir a través de la lucha o rebelión y la fuga, la huida a la montaña, el cimarronaje. Los negros esclavos dejaban atrás las haciendas y se establecían en comunidades separadas de la sociedad.

En los años 50 y 60,  la montaña y los suburbios de Kingston fueron el refugio de los rastas ante la violenta represión policial. Los rastas anhelan llegar alguna vez a la tierra prometida y superponen a la imagen del emperador de Etiopía, la del Dios esperado. El reggae surgió de allí, de ese medio y de sus aspiraciones.
Finalmente, el autor nos revela el origen del término rastafari. Ras Tafari Makonnen fue el líder negro coronado como Haile Selassie I, emperador de Etiopía. Muchos creyeron que la profecía de Garvey se había empezado a cumplir y que dicha coronación era un paso más hacia la próxima repatriación a la lejana África.

Como era de esperarse, el reggae pronto fue aprovechado por los partidos políticos en sus campañas electorales. Pero, independientemente del curso que ha tomado el reggae, nadie puede negar que se trata de un género con una gran tradición y que evidencia una realidad lacerante que se sustenta en la injusticia social y en la despreciable discriminación racial.

Notas

(1)    Rodríguez, Esteban – Por los caminos del rock. Mar del Plata, Azulpluma, 2009. 1ra. Ed.

A propósito de Twenty, la película: PEARL JAM Y SUS VEINTE AÑOS


Para mi entrañable amiga Vilma, 
que se emociona con la música de Eddie Vedder y su banda. 
Por los gratos recuerdos de un concierto y una película. 


Escribe: Rogelio Llanos


Aún persisten en nuestra mente las imágenes de Pearl Jam sobre el escenario, fieles todos sus integrantes al compromiso generoso de hacer de su encuentro con el público de Lima, una larga noche de música y amor. Pero también continúa en nuestro recuerdo, la visión de un público  enfervorizado, saltando, bailando, ‘pogueando’ impulsado por el entusiasmo generado por la descarga potente de unas guitarras eléctricas más afiladas que nunca, por una batería que no dio tregua alguna a lo largo de las casi tres horas de concierto, y por una voz poderosa que cubrió todos los ámbitos de la escala sonora, desde la suave tonada de una tierna balada hasta el aullido enronquecido del grunge iracundo.

Hacemos mención al memorable concierto que Eddie Vedder y sus cómplices dieron en el estadio de San Marcos el viernes pasado porque al revisar Twenty, el film homenaje que Cameron Crowe les ha dedicado, nos encontramos con unas imágenes fílmicas similares,  imágenes que vimos sorprendidos en el film, pero que jamás pensamos verlas y vivirlas tan de cerca. Ahora podemos dar fe de que esas imágenes cinematográficas eran ciertas, eran posibles. Ahora podemos decir que lo que ellas mostraban no era producto de un trucaje realizado en la sala de montaje. Hemos visto a una multitud encandilada con la música de una banda inspiradísima, una multitud que, como si estuviera poseída por el poder conmovedor de la música, cantó a viva voz, gritó sus iras o sus alegrías hasta más no poder, estalló en aullidos y movimientos convulsos y arrastró en su desborde emocional a todos los que se atrevieron a ubicarse a pocos metros del escenario. Imposible ser  indiferente; todos, de una u otra manera, cayeron –caímos-  bajo el influjo de la subyugante música de Pearl Jam.

Como tampoco es posible quedar indiferente ante las sentidas imágenes de Twenty. Un film que va de menos a más, que se levanta como una ola y que en su camino nos descubre las diferentes corrientes que la animan, que la construyen.  Sin la menor duda, Twenty, es una película hecha por un fan, tiene las marcas y huellas del admirador encendido, del enamorado apasionado y talentoso. Esa cercanía afectiva con el objeto de su amor y admiración, determina sus virtudes, la hace caer en algunos  pequeños defectos, los cuales en nada empañan el resultado final de un film muy apreciable y con momentos mágicos.

Cameron Crowe se ha propuesto mostrar la historia de la banda, desde sus orígenes –incluyendo aquellas agrupaciones previas en las que participaron algunos de sus integrantes- hasta el momento actual. Precisamente, Twenty, hace referencia a los veinte años de vida de la banda. Veinte años vividos con intensidad, con compromiso hacia su arte y hacia una forma de encarar la vida que los ha conducido a asumir posiciones de enfrentamiento al ‘establishment’ mismo. Pearl Jam, como REM lo hizo en su momento, y al igual que Bruce Springsteen, John Mellencamp, Patti Smith y otros, apuestan por un cambio de rumbo en un mundo donde lo convencional es la persistencia en aceptar como posible los fuegos artificiales de ese ‘american dream’  que los viejos pioneros que marcharon hacia el Oeste alguna vez pensaron encontrarlo en el horizonte de la inmensa y agreste pradera. La música de Pearl Jam, cargada de neurosis y desencanto, no es precisamente el canto victorioso que reclama la conservadora sociedad americana.

Si bien el film da algunos saltos en el tiempo y combina imágenes de los noventa con imágenes recientes, sin embargo, en su estructura básica hay un respeto por el avance cronológico de los acontecimientos. El escenario es un Seattle bastante movido, con las diferentes ondas musicales recorriendo sus calles, bares y teatros, con nombres que surgen de aquí y de allá, y cuyas vidas efímeras muchas veces desaparecen en medio de la vorágine de una sociedad poblada de espejismos, de fantasías nocturnas, de evasiones sin término. En medio de esa jungla de los años ochenta, dos jóvenes intentan hacerse de un nombre a punta de guitarras eléctricas y de una extraña sensibilidad: Stone Gossard y Jeff Ament. Ambos, nos dice Crowe, militaban en Green River, una importante banda ‘grunge’ de los ochenta.

Hay en el comienzo del film una suerte de caos en la presentación del mundillo artístico. Crowe asume que el espectador está al tanto de la agitada atmósfera en la que  Gossard y Ament fundan Mother Love Bone y convocan a un buen número de admiradores en torno a su banda y a su vocalista Andy Wood. El éxito y la trascendencia de este cantante, de acentuados rasgos femeninos, pueden calibrarse  bien en el gesto afligido y  palabras sentidas de Chris Cornell (cantante de Sound Garden) cuando rememora la muerte del vocalista por excesivo consumo de drogas. Más adelante,  Eddie Vedder hace suya la canción Crown of Thorns, que escribiera en su momento el fallecido Andy Wood. La planificación serena de Crowe, que intercala planos generales de la banda con planos medios de Eddie Vedder frente al micrófono, acentúan la intensidad de la interpretación al mismo tiempo que revela el importante papel que jugó Andy Wood en los comienzos de una banda que siempre ha sido generosa con los suyos y con su público.

Crowe es un cineasta con mucha intuición y sensibilidad. Entiende bien el papel que Gossard y Ament jugaron en la evolución de Pearl Jam, pero sabe también que la presencia de Vedder catapultó a la banda al estrellato. Vedder era un surfista que trabajaba en una agencia de seguridad en San Diego…así lo narra él mismo, mientras la imagen de su rostro se va superponiendo a las imágenes de un mar que se empieza a agitar lentamente, como prefigurando lo que el futuro vocalista impulsará –el lanzamiento al éxito definitivo de la banda- con su voz cargada de emoción y plena de energía. Poco después, Crowe inserta imágenes recientes de su encuentro con Vedder: allí, le entrega la vieja cinta que contiene las composiciones que éste realizó a partir de la música de Gossard y Ament, y que formarían parte de su primer disco, Ten. Vedder observa con curiosidad la cinta y, finalmente, recuerda haber escrito en ella su número de teléfono. El detalle es interesante porque la cámara atenta siempre a los gestos de los entrevistados, logra captar la emoción del cantante ante ese viejo y entrañable recuerdo.

Twenty recorre un itinerario cuyos hitos tienen que ver con la historia de la banda, los sentimientos, afectos y emociones que surgen de las experiencias vividas y los recuerdos gratos y desapacibles que, inevitablemente, pasarían a enriquecer unas composiciones cuya dureza no está exenta de belleza y lucidez.

Sin duda, al aparecer Vedder en escena, el centro de gravedad de la banda varió sustancialmente, pero tanto Gossard como Ament, y luego McCreedy, supieron asimilar bastante bien el cambio y, más allá de los conflictos propios de una banda en crecimiento, el deseo de hacer música a través de un grupo perdurable, se impuso admirablemente.

Las imágenes de Crowe, que intercalan las presentaciones de la banda con las declaraciones de sus integrantes, amigos cercanos o del mismo director del film, revelan en detalle la evolución de Pearl Jam. Como a todo fan de estirpe, a Crowe le interesa captar el gesto mínimo, la declaración reveladora y, claro está, aquellas actitudes que asumidas en momentos decisivos, permiten definir en toda su dimensión a la banda y a cada uno de sus integrantes. Con la llegada de Vedder a Pearl Jam, la banda adquiere solidez y personalidad.

Nos cuenta Crowe que en un concierto en Vancouver, allá por 1991, es decir cuando Vedder recién se iniciaba como vocalista de la banda, mientras interpretaba Breath, vio cómo los agentes de seguridad maltrataban a un joven que se había pasado de copas. La imagen documental capta el momento en que Vedder detiene su interpretación para denunciar el abuso, y, de inmediato, su canto adquiere un tono furioso, intenso, apasionado. Y recordamos de inmediato, aquella  primera vez que lo escuchamos y vimos, a comienzos de los noventa, en el treinta aniversario de vida artística de Bob Dylan. En aquella ocasión, se presentó acompañado de su guitarrista Mike McCready e interpretó una sentida versión de Masters of War. Imposible olvidar aquellos versos finales de la canción y el gesto elocuente de desprecio hacia aquellos que organizan y dirigen, desde la comodidad de sus oficinas, todos los conflictos bélicos que han desgarrado y hecho infeliz nuestro mundo. 

El film recupera para la posteridad esa capacidad de indignación de la banda. Indignación contra la violencia (el abuso contra los débiles), indignación contra la mentira, la injusticia y el militarismo (su interpretación de Bu$hleaguer, a pesar de las pifias de los pro republicanos, es una muestra de su valentía y entereza), indignación contra el poder de las grandes empresas (su lucha a brazo partido contra la compañía  monopólica Ticketmaster es un ejemplo de consecuencia con sus ideas y es una muestra del respeto que le merecen sus seguidores), indignación contra la fatalidad (la muerte por asfixia de nueve personas en uno de sus conciertos, no sólo los llevó a preocuparse por los deudos sino también a exigir seguridad en los lugares en donde se presentan). Vedder mismo, tal como lo vimos y escuchamos en el concierto, hace un llamado al público a serenarse, a cuidarse, para evitar situaciones como la que ocurrió en el Festival de Roskilde en el año 2000.

A lo largo del film, Crowe alude a las principales influencias musicales de la banda, influencias que se materializan ya sea en la ejecución de ‘covers’ de una de sus agrupaciones admiradas (Baba O’Riley, que proviene de The Who) como también en la interpretación conjunta de Rockin´in a Free World, el vitalísimo clásico de Neil Young. Para Pearl Jam, la figura del autor de Harvest Moon, es la de un guía, la de un padre musical que compartió espacio con ellos de manera generosa y en múltiples ocasiones, y que les mostró a plenitud lo que significa entregar todo en el escenario.

Luego de haber visto a Pearl Jam en concierto y en el film, nos hemos preguntado de dónde viene esa energía tan poderosa, esa vitalidad que se traslada de inmediato a la multitud y la levanta, la envuelve, la gobierna. Twenty, quizás, tiene muchas respuestas. Todas ellas, sin embargo, confluyen en algunos términos que nos tienden algunas pistas: consecuencia entre pensamiento y obra, talentos y virtuosismos individuales que lo ponen todo al servicio del grupo, admiración mutua que deviene en amistades entrañables.

Sí, amistades entrañables, como la de Eddie Vedder y Jeff Ament, que Cameron Crowe evidencia en un plano inolvidable: Vedder a punto de quebrarse, mientras recuerda los comienzos de su amistad con el bajista de su banda. Sí, el hombre de cuarenta y siete años, el ahora líder indiscutido de Pearl Jam, cuajado en más de mil conciertos, capaz de mover y emocionar a miles y miles de personas, sigue siendo el niño de corazón sensible y lágrima fácil, que calmaba sus penas tocando la guitarra y soñando con ser alguna vez como su admirado Pete Townshend.



Lima, 21 de noviembre de 2011.