Escribe: Rogelio Llanos Q.
- I -
Son las siete de la
noche. Hora de llegada a casa. Ha sido un día de trabajo agotador. La casa está
solitaria y el silencio, al cual me he empezado a acostumbrar desde que mi hija
dejó la adolescencia, me recibe acogedor y me invita a disfrutarlo. Sí, el
silencio, y la soledad que suele acompañarlo, golpean muchas veces, pero
también tiene su encanto. Parte de ese encanto son el abanico de posibilidades
que se abren en respuesta a la pregunta inevitable que surge en mi mente luego
de liberarme de las diarias obligaciones laborales: “Y ahora, ¿qué hago?”.
Tengo muchas opciones
frente a mí, pero hay algunas que son mis predilectas. Todas revolotean en mi
mente intentando conquistarme tan luego abro la puerta de mi casa. Cruzo
lentamente el pequeño comedor, avanzo por el pasadizo y llego a mi cuarto donde
me espera una pila de libros que se levanta sobre una mesa de noche que jamás
está ordenada. Me siento en la cama, miro mis libros desordenados y mientras me
desnudo y me pongo el pijama percibo la calidez de un hogar –de mi hogar- en el
que las alegrías, las compensaciones y las satisfacciones no sólo nacen de la
propia dinámica familiar sino también de la generación y existencia de aquellas
condiciones –nada usuales- que hacen posible el sueño, la fantasía, la ilusión.
Decía, pues, que tengo
varias alternativas para escoger y regalarme unos momentos de feliz reposo que
me compensen por la dura jornada diaria de trabajo. A veces llego a casa con la
sensación del tiempo perdido o, peor aún, con esa atroz imagen recurrente de
encontrarme en una rueda que gira y gira y no tiene cuando detenerse. Para
entonces, mis recuerdos y mis sueños acuden en mi ayuda. Sí, todo ese mundo que
bulle en mi mente bajo la forma de recuerdos, percepciones, imágenes, sueños e
ilusiones (las pocas que me quedan) me convocan a recorrerlo sin límite alguno
y, entonces, mi corazón se llena de una extraña emoción en la que conviven el
gozo de la evasión con la nostalgia por un tiempo que ya se fue.
Hablé de varias
alternativas, la primera, a la que acudo cuando estoy muy cansado, es meterme a
la cama, poner la cabeza en la almohada, pensar de manera placentera en algunos
de los varios amores entrañables del pasado y quedarme dormido como un lirón.
En realidad, es lo que hoy –a las puertas del otoño de mi vida- suelo hacer
cada noche: recordar o imaginar. Cuando niño solía recluirme en mi cuarto y
echado en mi cama jugaba con mis figuritas recortadas de las tiras cómicas de
los diarios e inventaba historias para mí. Imaginaba. Me encantaba imaginar. Pues
lo maravilloso de imaginar es que no existía frontera alguna. Hoy en día sigo
imaginando. Pero ahora el objeto de mi imaginación son las mujeres. Las
encantadoras mujeres. Y mi deleite es jugar con la posibilidad de hacer mías a
todas aquellas mujeres que, habiéndolas deseado intensamente, me fueron
esquivas en su momento en el mundo real. Es mi pequeña venganza.
La segunda opción es seleccionar
una de las muchas películas predilectas y correr imaginariamente tras aquellas
mujeres que ilusionaron a Francois Truffaut o a Eric Rohmer, los cineastas bien
amados. Nadie ha sido mejor que ellos a la hora de mirar y mostrar a las
mujeres de sus películas. Y yo, fascinado con la imagen fílmica, termino
siempre enamorándome de aquellos rostros cuyas miradas continúan arrasando mis
inútiles defensas. Cierto, debo admitir que no siempre estoy dispuesto a correr
tras esos amores en fuga, por muy entrañables que ellos sean. Algunas veces quiero
otro tipo de aventura, deseo que nace de una vieja añoranza: los años de una niñez
feliz, los años en que creé mi propio universo de resonancias épicas y lo poblé
de aquellos caballeros andantes rápidos con las armas y prestos a la defensa de
los más débiles. Entonces, con el corazón emocionado, y con el espíritu del
niño que alguna vez fui me empeño en una polvorienta cabalgata por las praderas
del viejo oeste, acompañando a los cansados héroes fordianos que regresan
solitarios a casa o sigo el rastro de aquellos pistoleros en el ocaso, que tan
bien inmortalizó Peckinpah, en su viaje infinito hacia el sur del río Grande.
Y, la tercera opción, pensando en las amigas
de ayer y en las de hoy -unidas en la curiosidad y el desenfado, anhelantes de
querer saberlo todo-, es escribir sobre aquellos pasajes agridulces de mi
adolescencia que quedaron grabados a fuego en mi memoria y que, sin duda
alguna, modelaron mi temperamento y han hecho de mí lo que ahora soy: un tipo
tristón y depresivo, ermitaño y gruñón, lector empedernido y melómano
irredento, con algunos chispazos de humor, cuando hay viento fresco en el
ambiente y descubro una encantadora sonrisa femenina que hace vibrar
secretamente el corazón.
Escojo la última
alternativa porque así puedo también tener conmigo a todas aquellas mujeres a
las que he amado y apreciado de manera incondicional y con una total devoción.
Mientras escribo pienso en ellas, pienso en los momentos vividos, en los ratos
gozados. Pienso en aquellas mañanas, tardes o noches en que disfruté caricias y
abrazos, y gocé con sus besos, sus jugos y sus olores, al tiempo que les
relataba con lujo de detalles algunos pasajes vinculados con aquel itinerario
vital que debiendo ser predominantemente de jolgorio, rebeldía y dulce
irresponsabilidad –como se espera que sea la adolescencia - se convirtió, más
bien, en una etapa de desazón constante y búsqueda inquietante –disimulada por el
hechizo de la lectura y atenuada por la maravillosa
evasión cinéfila- de aquellas respuestas
en el ámbito afectivo y sexual que dieran por concluidas las muchas interrogantes
que se plantearon en la infancia.
Sí, he visto a mis amigas
muy interesadas en mis relatos, con los ojos brillando de gozo y de sorpresa,
sabiendo que con aquellas anécdotas e historias que ponían al descubierto –de
manera franca y burlona- mi conducta sexual, se apoderaban un poquito más de
mí. En sus miradas y sonrisas amables, juguetonas, encantadoras, he podido
percibir, además, su solidaridad –porque mis relatos, que revelan crudamente la
ingenuidad del niño solitario, encierran esa profunda tristeza que, de vez en
cuando, ellas han intentado mitigar con sus besos, sus caricias y sus palabras.
Y cuán feliz he sido al saber que mi confesión tocaba sus corazones, que su
tiempo era el mío, que por un momento se olvidaban de su propio mundo para
entrar en el del amigo memorioso, en un gesto de auténtica complicidad y
gratitud por la intimidad compartida. Para ellas, tan lejos y tan cerca, que no
intentaron ocultar su ternura y no evadieron su deseo, escribo con pasión este
texto.
- II -
Tiempo atrás pergeñé un relato
sobre mi infancia y la aparición de muchas interrogantes que iban desde la
curiosidad por saber ‘cómo hacían pipí’ las mujeres y lo que ellas tenían entre
las piernas, hasta el deseo de entender por qué experimentaba yo todo ese
cúmulo de sensaciones intensas y variadas cuando veía a la guapa Carmela dar y
recibir aquellos besos apasionados que me turbaban y me hacían odiarla y
quererla al mismo tiempo. Tenía en aquel entonces muchas preguntas acumuladas en
mi cerebro, pero nunca me atreví a plantearlas a persona alguna, menos a mis
padres.
Intuía yo que tales
preguntas no iban a ser bien recibidas por los adultos: nunca se mencionaban
los genitales delante de los menores, salvo –y de manera indirecta- para
mencionar su función excretora y la necesidad de lavarlos y luego ignorarlos
plenamente. Las palabras sucio, vergüenza, pecado, estaban directamente
ancladas a los genitales masculinos. Pero, además, jamás escuché en casa aludir
a los genitales femeninos. Yo sólo escuché la palabra ‘pipi’ en relación con mi
actividad natural de orinar.
Tampoco me animaba a
preguntar a mis amigos, casi todos ellos de mi edad. Me daba vergüenza indagar
sobre algo indecente, pero, sobre todo, tenía el temor de que los demás se
mofaran de las inquietudes del niño educado y formalito que ellos conocían y
aceptaban y fueran con el chisme a sus casas y, de refilón, a la mía. Aunque
creo que también intentaba evitar quedar en ridículo por hacer preguntas sobre
algo que, sospechaba, ellos –más avispados, más vivos y con más calle- ya
conocían. Recuerdo haber contado en un
texto anterior que al preguntar a mi amigo ‘Chepo’ acerca de por qué la señora
G. - a quien vi en un ceñido traje de baño- tenía un bultito allí entre las
piernas, él me respondió con una sonrisa socarrona: “los pendejos”. Y yo,
entonces, me quedé más abrumado aún con una nueva interrogante: ¿qué eran los
pendejos? Lo que sí saco ahora en conclusión, es que mis amigos sí sabían algo
sobre aquello de lo que yo ignoraba absolutamente.
En tal estado de
ignorancia inicié mis estudios de secundaria en Trujillo. Mi padre nunca quiso
que yo me quedara en Talara a estudiar en la GUE Ignacio Merino. Él siempre
sostuvo que la educación en ese colegio dejaba mucho que desear, que sus
alumnos carecían de buena formación y que, por ello, era mejor que yo estudiara
en Trujillo. Durante muchos años, siempre que se aludía a dicho colegio, la
imagen que venía a mi mente era la de una suerte de centro de reclusión del
cual salían a determinadas horas del día una formidable partida de vándalos.
Hay muchos lugares de
Talara que recuerdo con cariño: su cine Grau porque allí vi Juramento de Venganza (Major Dundee, Sam Peckinpah) y su
versión edulcorada y bonita, que también amé, El Gran Combate (The Glory
Guys, Arnold Laven); su cine Talara, y el recuerdo del Yeah Yeah Yeah (A Hard Day´s
Night, Richard Lester) de The Beatles, gracias a las locuras del entrañable
amigo Juan Torres; la Plaza de Armas, y
las retretas con su banda de músicos y el fin de fiesta con castillo de fuegos
artificiales y palomita multicolor volando hacia el cielo y deshaciéndose en
luces multicolores; su Centro Cívico, con su Haití y sus helados, donde las
chicas y los jóvenes daban vueltas y más vueltas a la espera de poder conectar;
Pepe Zapata, zorruno y empalagoso, y su venta tramposa de telas y ropas; el
teléfono público al que acudíamos de vez en cuando para llamar al tío
Humbertito o a los familiares de la
lejana Lima, y la joyería de Arnaldo, a donde algunos domingos las tías
y la mamá iban de visita para darse un pequeño gustito. Y hay muchos lugares
más de gratísimo recuerdo (el hotel del Oeste, la bodega de víveres, la tienda
de la señora Dona, la librería Chunga, etc,), pero, definitivamente, el Ignacio
Merino, el gran colegio secundario de Talara, nunca estuvo entre ellos.
Siendo aún niño, quizás,
no me daba cuenta del todo de aquellos planes que mi padre había trazado para
mí en materia de estudios y de todo lo que ello podía significar: vivir solo,
alejado del núcleo familiar y de las tías engreidoras y de Juanita y sus
rancheras de las diez de la mañana, de la casita entrañable y de los amigos del
barrio amado, de mis cines predilectos, de mis juegos de pelota en plena calle,
de Ricky, mi perro fiel. Tal vez pensaba que aún quedaban muchos años para mi
viaje a Trujillo. Para mí, en aquellos días de mi niñez, sólo contaba el
presente.
Recuerdo que en una
ocasión mi padre me llevó al Coliseo ESSO –de propiedad de la IPC- en donde
tuvo lugar un campeonato relámpago de básquet entre colegios de la zona norte
del país. Trujillo estuvo representado por la GUE José F. Sánchez Carrión,
quien se dio el lujo de arrasar literalmente con todos sus oponentes, con un
juego no sólo eficaz, sino, sobre todo, vistoso, elegante, en una palabra
bello. Tiempo después me enteré de que uno de los mejores jugadores del
campeonato en mención y cuyas canastas formidables impresionaron gratamente mi
ánimo infantil fue el “Búho Álvarez”, toda una celebridad deportiva que los
memoriosos exalumnos del Sánchez Carrión aún recuerdan con cariño. Concluida la
competencia deportiva, y aún emocionado con la impresionante actuación de los
muchachos trujillanos, escuché a mi padre decir: “Allí quiero que vayas a
estudiar”.
Y hacia allí fui a fines
de marzo del año 1967. Apenas había cumplido doce años de edad.
- III -
En otra ocasión contaré
acerca de mis primeros días en la pensión de Trujillo. Es una larga historia
que me tomaría muchas páginas y mucho tiempo. Sólo diré que el cuarto en el que
habitaba, lo compartía con mi hermano Víctor, quien pasaba la mayor parte del
tiempo fuera de la casa, entre los estudios, las fiestas y los amigos.
El cuarto era pequeño, y
sólo cabía en él un cama camarote (yo dormía abajo); un ropero, con un espejo
grande y donde podía ver reflejada mi imagen completa; y una pequeña mesita donde
se apilaban algunos libros de mi hermano y míos. Entre el ropero y la mesita,
había un espacio ocupado por una maleta de cuero. Dentro de ella y también
sobre ella había más libros. Sobre el
ropero ubiqué mi enorme maleta de cuero, y encima de ella y al costado mi
hermano dispuso más libros aún.
La mayor parte del tiempo,
yo la pasaba en mi pequeña habitación, echado en mi cama, estudiando o leyendo
y, a veces, para disipar la tristeza y la soledad, imaginando historias de
vaqueros y soldados en las que yo era invariablemente el héroe. Nunca necesité
una mesa para efectuar mis tareas. Las hacía sentado sobre la cama o, si me
sentía cansado o incómodo, abría la puerta, que daba directo acceso al comedor,
y me sentaba a la gran mesa que usábamos para desayunar, almorzar y comer,
junto a los demás pensionistas que se reunían también allí para ejecutar sus
deberes. Entre el cumplimiento de mis deberes y la añoranza sin fin de aquella
Talara de mi infancia, pasó mi primer año fuera de casa. La alegría de las
vacaciones pasó velozmente y, de pronto, me encontré nuevamente en mi pensión
trujillana iniciando mi segundo año de educación secundaria.
En junio de cada año se
solían celebrar las fiestas por el aniversario del colegio. Era una semana en
la cual había muchas actuaciones escolares, con gente que recitaba, cantaba o
bailaba y los infaltables discursos que hablaban de las glorias y bondades del
colegio. En aquellos años, la GUE comprendía, además del espacio dedicado a la
educación secundaria común, una gran área ocupada por el Politécnico y una
sección menor abocada a preparar alumnos para las labores agropecuarias. Pues
bien, todos ellos participaban en las actividades jubilares del colegio, y un
día de esa semana celebratoria, la GUE se convertía en una suerte de campo
ferial. Yo aprovechaba la ocasión para juntarme con mis amigos y pasear, jugar
y conversar, un poco ajenos a los pequeños espectáculos que tenían lugar en los
diferentes patios del colegio.
En el último día útil de esa
semana de celebraciones se llevaba a cabo una romería al cementerio local para
rendir homenaje a aquellos profesores y directores que habían dejado de
existir. Una pequeña ceremonia frente a sus tumbas formaba parte de un rito del
cual me sentía ajeno. Caminar entre los nichos me causaba cierta inquietud, que
la disimulaba compartiendo anécdotas con mis compañeros de clase. Nuestra
ilusión era que la romería terminara temprano para poder vagar con los amigos
por las calles de Trujillo.
Recuerdo aún ese mediodía
soleado de aquel viernes de junio de 1968. Sí, había un sol brillante, a pesar
de estar casi en los comienzos de la época invernal. Luego de recorrer algunas
calles del centro de la ciudad y comer un helado, tomé el bus hacia la casa. Llegué
a la pensión agitado y sudoroso, con ganas urgentes de sacarme de encima el incómodo
uniforme de comando que en esos tiempos vestíamos. Era, qué duda cabe, un
uniforme espantoso que intentaba –a propósito- semejarse al que usaban los
soldados del ejército. Teníamos que usar, de manera obligatoria, los galones
cosidos a la camisa para evitar que presumiéramos estar en un año superior. Hasta
en eso jodían ridículamente las autoridades educativas. Debíamos, además,
llevar la insignia del colegio cosida en la manga derecha, la corbata
firmemente anudada y una horrenda cristina cubriendo la rala cabellera que cada
mes nos forzaban a cortar.
Entré a mi cuarto y junté
la puerta. Por algún motivo, la chapa siempre estuvo malograda y la puerta
nunca pudo cerrarse del todo y, mucho menos, cerrarse con llave. Así pues, como cada día, junté la puerta, me
aseguré de que no pudiera abrirse a causa de alguna corriente de aire y procedí
a quitarme con placer el grueso ropaje que me atormentaba cada día. ¡Qué placer
era sentir sobre la piel el roce del suave pijama o la cómoda ropa de casa! Las
gotitas de sudor evaporándose rápidamente de mi cuerpo me comunicaban una
sensación de frescura y bienestar y di gracias al cielo porque la presión
académica y el calor de afuera habían concluido por ese día. Sentí, entonces,
una gratísima sensación de libertad.
A diferencia de otros
días, me sentía inquieto y lleno de energía. Una agitación interior, sin
embargo, alteraba mi respiración. Me puse un ligero saco de pijama y me eché en
mi cama, tratando de serenarme. Algo no funcionaba bien hoy día, pero no creía
estar enfermo. Sí, me notaba intranquilo, y agitado, pero, lo atribuí a la
larga caminata efectuada esa mañana. Mis manos buscaron naturalmente mis
genitales y, de pronto, lo vi. Otras veces lo había visto así, pero ahora tenía
algo que lo hacía aparecer diferente a mi vista. Instintivamente, el esfínter
actuaba y dejaba de actuar, y, entonces, entre la sorpresa y la desazón, vi a
mi pene, erecto y endurecido, palpitar una y otra vez, como reclamando que le
prestara atención, que lo agarrara, que lo explorara.
Una fuerza extraña me
impulsó a desnudarme. Una ola de calor invadió mi cuerpo. Sentía mucho calor,
más de lo que había experimentado otras veces. Quedé totalmente desnudo y me
miré. Examiné mi pene. Por primera vez lo miré con extrema atención,
sorprendido de su dureza, preguntándome por qué crecía y por qué adquiría esa
forma tan extraña que, instintivamente, me hacía pensar en lo sucio, en lo
prohibido. Por primera vez también observé con curiosidad el escaso vello
púbico que empezaba a crecer por encima del pene y me atreví a acariciarlo. Los
pequeños vellos se enroscaban en mis dedos y yo sentía placer al tocarlos. Allí
aprendí que a los hombres les crecía el pelo no sólo en el pecho, sino también
junto al ‘pipi’. Se apoderó de mí –lo recuerdo ahora bien- una sensación de
gozo teñido de un cierto temor. Estaba creciendo, estaba dejando de ser un
niño. Echado como estaba, con la cabeza sobre la almohada y ligeramente
levantada, miré el sur de mi cuerpo – los vellos incipientes, las bolitas
tensas y el ‘pipí’ parado – con una mezcla de sorpresa y curiosidad. “¿Tenía
algún significado? ¿Qué tenía que hacer para que mi ‘pipi’ volviera a su estado
‘normal’? ¿Por qué se para?”, recuerdo haberme preguntado.
No tenía respuesta
alguna, pero, en cambio, había una corriente misteriosa que impulsaba mis manos
hacia aquella zona prohibida. Durante mi infancia, los adultos me habían hecho
saber de diferentes maneras –con palabras, con gestos, con actitudes - que
tocarse el ‘pipí’ no sólo era un acto asqueroso, era también moralmente
repudiable. Así que ahora que lo tenía en estado de erección y que mis manos lo
tocaban, intentando intuitivamente descubrir la naturaleza de aquella reacción
que yo creía anómala, estaba, pues, definitivamente, atentando contra los
principios morales que yo había recibido durante mi niñez. Estaba en el campo
de lo sórdido, de lo pecaminoso. Y lo peor de todo, era que, por momentos,
sentía un placer enorme al verme en tal condición.
Agarré con fuerza mi
pene, y lo froté. Así echado, admirando el tamaño de mi falo, lo acaricié. En
tales circunstancias, me pareció grande, enorme. Luego, inicié unos movimientos
de subida y bajada, lentos y continuos. Sentí placentero un hormigueo en mi
zona genital, que luego se transmitió al resto de mi cuerpo, brindándome una impresión
de gozo que jamás había vivido. Al detener el movimiento, mi cuerpo se volvió a
inquietar, como exigiéndome que continuara. Esta vez, no hice puño en torno al
pene, sino que con la palma abierta froté la base del glande. El gozo fue
mayúsculo, así que repetí la acción varias veces y las interrumpí otras tantas.
Pero al mismo tiempo que gocé – con el temor a lo desconocido- sentí que los
nervios me traicionaban y me acobardé. Me contuve y vi -también con sorpresa-
cómo mi pene, antes duro y parado –orgulloso, iba a decir- ahora se reducía a
su mínima expresión.
Sentí frío y me puse
rápidamente mi ropa de casa. Al poco rato, la señora J., dueña de la pensión,
me avisó –con la amabilidad de siempre- que el almuerzo estaba servido. Me miré
al espejo y sentí vergüenza por todo lo que había hecho. En mi rostro parecía
dibujarse la expresión del pecado. Ahora vestido, miraba la zona de mi bragueta
para ver si se notaba mi ‘pipí. Me lo toqué con mucha vergüenza. Sólo para
asegurarme que no estaba parado. Salí del cuarto y fui al baño a lavarme las
manos. Mojé mi cara para disipar el pequeño calor de mis mejillas. Y luego fui
a almorzar junto con los demás como si no hubiera ocurrido cosa alguna. En mi
mente, sin embargo, me repetía una y otra vez que era un hipócrita y un
perverso.
- IV -
No recuerdo cuánto tiempo
transcurrió entre esta primera experiencia sexual y la segunda. Sí, en cambio,
viene a mi mente con mucha fuerza y con imágenes muy nítidas lo que sucedió
tiempo después, una mañana gris, cuando retorné temprano del colegio al
suspenderse las actividades por motivos que ahora ya no recuerdo. Lo que sí
recuerdo es que luego de mi primera experiencia sexual, encontrarme solo en el
cuarto era una buena razón para explorar mi cuerpo. Cada vez que me desvestía,
solía mirar mi pene y mis pequeños vellos oscuros. Ver cómo se paraba mi pene
me causaba un delicioso cosquilleo que al recorrer mi cuerpo hacía que yo me
estremeciera. Rápidamente me subía el calzoncillo y acomodaba mi pene
intentando evitar que se notara el estado en el que se encontraba. Pronto aprendí
que el temor y la vergüenza eran el antídoto contra esa erección misteriosa.
Pero yo quería repetir el
goce experimentado. No me importaba caer en pecado, otra vez. Mi cuerpo lo
exigía y la urgencia se manifestaba a través de la violencia con que latía mi corazón.
Así pues, aquella mañana gris, apenas bajé mi calzoncillo, ya mi pene estaba
listo para una nueva exploración. Me quité rápidamente la camisa. Me quedé
desnudo. Sentía un enorme gusto verme desnudo. Una vez más, la visión del
conjunto de mis genitales, me llenó de asombro y curiosidad. De manera
compulsiva, los toqué, los acaricié, los froté, sintiendo un placer nunca antes
vivido. Recordé que la vez anterior, al frotar la base del glande con la palma
de la mano completamente abierta, el placer había sido mayor, así que procedí a
obrar esta vez de la misma manera.
Sabía que estaba haciendo
algo sucio, sabía que estaba pecando, sabía que si mi hermano me encontraba
haciendo tamaña porquería me castigaría, le contaría a mis padres y no sé qué
consecuencias habría tenido en mi futuro. Peor aún sería mi situación, pensé, si
las chicas de la pensión se enteraran de lo que ahora yo estaba haciendo. Por
un instante, una enorme vergüenza se apoderó de mí haciéndome vacilar.
Esta vez, sin embargo,
mis temores fueron avasallados por las ganas que tenía de regodearme en ese dulce
cosquilleo que mi cuerpo disfrutaba con tan sólo frotar lenta o rápidamente mi
‘pipí’. Así, pues, esta vez quise prolongar mi juego por un tiempo mayor que la
vez anterior. Frotaba rápidamente y sentía que la excitación y el gozo me
cortaban la respiración. Tornaba hacerlo luego con la misma rapidez y me
detenía súbitamente para acompasar mi respiración. Reinicié de nuevo el
movimiento y esta vez algo me impidió detenerme, quise continuar, mi cuerpo
estaba al borde del delirio, contuve mis gemidos para que nadie me oyera y, de
pronto, sentí que algo explotaba en mi interior. Experimenté una violenta
descarga física al mismo tiempo que de la punta de mi pene salía disparada, de
manera pulsante y en grandes goterones, una sustancia lechosa, que alcanzó mi
pecho y mi abdomen.
Con el pene aún en mi
mano derecha, sentí cómo este disminuía de dureza y de tamaño, sentí un enorme
alivio en mi cuerpo, que apenas si duró unos instantes porque de inmediato se
apoderó de mí el terror. “¿Qué es esto?”, me dije, al borde del llanto. Me
incorporé rápidamente y mis gotas de leche que habían mojado mi pecho empezaron
a correr hacia abajo, impregnando mi vello incipiente de una sustancia viscosa,
mientras el resto del fluido se deslizaba por mis piernas. “¿Qué es esto?”, me
dije una vez más, con el terror atenazando mi cuerpo. “¿Por qué he hecho esto,
Dios mío? ¿Me voy a morir? ¿Estoy enfermo? ¿Por qué sale esta ‘cosa’ de mi
cuerpo?”. Miraba mi pene, mis manos, mis
vellos. Todo estaba con restos de esa sustancia que había salido de mi interior
como una evidencia de que yo estaba enfermo, de que quizás padecía de un mal
que pronto daría cuenta de mí.
Tomé un pedazo de papel
higiénico y con las lágrimas corriendo por mis mejillas empecé a limpiar mi
cuerpo lo más rápido que pude. Apreté mi pene para ver si salía más leche y mi
pánico fue mayor al ver aparecer unas gotas más en la punta de mi ‘pipí’. Las
limpié de inmediato y seguí apretando, pero ya no salió más. Me vestí y guardé
los papeles higiénicos en mi bolsillo. La sábana presentaba pequeños vestigios
de humedad en algunos puntos donde yo me había sentado. Tendí una frazada y
acomodé la almohada y fui rápidamente al baño a deshacerme de la prueba del
delito. Me forcé a orinar para ver si aquella sustancia blanca continuaba
saliendo, pero no. Algo me tranquilicé al ver mi orina del color de siempre.
Retorné a mi cuarto y me
eché un momento. Continuaba preguntándome qué era esa leche que había salido de
mi pene con tal fuerza. Claro que no era sangre. Tampoco era pus, o ¿era signo
de alguna infección? ¿De qué enfermedad había empezado a padecer? Y, ahora,
cavilé preocupado, “¿cómo le digo a mi hermano que estoy enfermo? Él o el
médico querrán saber por qué pienso yo que estoy enfermo. Y no puedo decirles
que estoy eliminando una cosa blanca porque querrán saber qué es lo que he
estado haciendo con mi ‘pipí’ Y, entonces, ellos se darán cuenta de que yo he
estado tocándome lo que no debo y haciendo cosas prohibidas con las partes
sucias de mi cuerpo. ¿Qué me va a pasar, Dios mío?”. Tales fueron mis reflexiones en esos momentos,
y durante varios días después, en torno a lo que más tarde reconocería lo que
fue mi primera masturbación, mi primera pajita. Sí, la primera de muchísimas
que practiqué a lo largo de mi existencia. Hoy recuerdo aquellos instantes de
ingenuidad e inocencia con una sonrisa en los labios, pero en los días
posteriores a mi primera pajita, viví un infierno, pensando en el castigo
divino que me esperaba por haber desobedecido a mis padres y a mis mayores. Por
haber hecho caso, quizás, al demonio.
Tampoco recuerdo cuánto
tiempo pasó antes de que venciendo mis terrores volviera a probar lo que
ocurría con mi cuerpo. Quizás pasaron dos semanas, quizás más tiempo. Eso sí,
debo admitir que nunca he olvidado mis primeras experiencias sexuales, como
tampoco –muchísimo tiempo después- mis relaciones afectivas con las mujeres. Sí
puedo afirmar también, que en los días siguientes a mi primera eyaculación, habiendo
comprobado, con el paso del tiempo, que no estaba enfermo, decidí volver a
experimentar con mi cuerpo acuciado por las ganas de sentir el delicioso
hormigueo que nacía en mis genitales y que luego me envolvía completamente
llenándome de placer. Pero, además, ansiaba conocer si en esta nueva ocasión
volvía a salir de mi ´pipí’ aquella sustancia blanca que tanto me sobresaltaba.
En esta tercera ocasión
ya no me desnudé y tampoco me eché. Me senté en el borde de la cama y me bajé
el pantalón y el calzoncillo. Como ya mi mente había venido trabajando en esta
experiencia hacía varias horas, mi cuerpo estaba ya preparado, es decir mi pene
estaba, una vez más, duro y apuntando en ángulo agudo con la vertical. Empecé,
una vez más, a jugar con él. Lo hacía con la palma de mi mano abierta.
Movimientos rápidos y detenciones súbitas. Una y otra vez. Cómo gozaba mi
cuerpo, cómo se estremecía. Y cuántas ganas de gritar tenía, pero no podía
hacerlo porque en el comedor siempre había alguna persona. Otra vez, sentí como
mi cuerpo entraba en un corredor sin retorno, algo se movía en mis entrañas y
empezaba a correr velozmente, abría y cerraba la boca queriendo gritar y
conteniéndome al mismo tiempo, mi mano se movía más rápidamente y quería seguir
y seguir, más y más, con mayor rapidez. De pronto, allí estaba, el
estremecimiento final acompañado de los movimientos pulsantes de mis entrañas y
mi pene que latía desesperadamente, al mismo tiempo que emitía violentamente una
leche cuya calidez bañó mi mano mientras caía en grandes goterones hacia el
suelo.
Dejé que mi cuerpo se
relajara, que mi respiración agitada se calmara. Me dejé caer hacia atrás sobre
mi almohada. Mi mano sostenía débilmente mi pene. “Allí está otra vez esa leche”,
me dije mientras observaba con detenimiento algunos restos de ella que habían
quedado en la palma y en el dorso de mi mano. “¿Qué será, Dios mío?”, pensé
preocupado, pero ya no aterrorizado como la vez anterior. Me incorporé y,
cuando limpié la pequeña lagunita del piso, recién caí en la cuenta de que esa
leche que salía ligeramente espesa de mi cuerpo, al poco rato su consistencia
era menor. Antes de volverme a vestir, apreté mi pene y, como en la ocasión
anterior, unas pequeñas gotas volvieron a salir de él. Lo limpié
cuidadosamente, y olí el papel higiénico. El olor me desagradó y despertó en mí
una mayor curiosidad por saber qué sustancia era aquella que residía en mi
cuerpo y que salía en el momento en que experimentaba tamaño placer. Sin
encontrar respuesta alguna, me vestí rápidamente.
El temor a estar
padeciendo una enfermedad empezó a disiparse en los días siguientes cuando
comprobé de manera reiterada que aquella leche no salía ya de mi cuerpo. Mi
conclusión fue, entonces, que esa leche sólo salía expulsada de mi cuerpo si yo
frotaba de manera constante mi pene. Asimismo, descubrí que yo podía frotar mi
‘pipí’ hasta un determinado momento y parar luego sin emitir esa sustancia
lechosa que tanto me preocupaba. Es decir, yo podía expulsar esa leche siempre
y cuando fuera ‘hasta el final’. Evidentemente, no conocía la palabra orgasmo.
¡Si ni siquiera sabía los nombres de mis genitales!
Era consciente, sin
embargo, de que estaba haciendo algo malo, algo reprobable, pero, también lo
sabía, no podía evitarlo, porque tales experiencias hacían que mi cuerpo
sintiera unas descargas que me causaban un placer indescriptible. Así pues,
reconocí que estaba en total incapacidad de reprimir por más tiempo el impulso
que me llevaba a la autosatisfacción sexual (término que desconocía), y terminé
por ceder a él dejando de importarme si tal acción me conducía a los
padecimientos de alguna enfermedad desconocida y, quizás, letal. El gozo, el
placer que empecé a sentir durante la estimulación de mis genitales se imponía
de manera abierta y aplastante sobre mis temores. Pero, concluido el acto, lo
reitero, empezaba a padecer un tremendo sentimiento de culpa alimentado por la
vergüenza de obrar en contra de la moral y de las buenas costumbres dentro de
cuyas fronteras yo me había criado.
- V -
Desde cuando era un
infante yo había sido siempre el ejemplo de buena conducta y aprovechamiento en
la escuela. Mis profesores y mi familia estaban orgullosos de mí. Premio de
excelencia en la primaria y ahora primer alumno en uno de los mejores colegios
de Trujillo- Tales eran mis cartas de presentación ante propios y extraños. Y
yo, ahora mientras limpiaba cuidadosamente los rastros del semen que rodaba por
el tallo de mi pene, mientras borraba toda huella de mi acto reprobable, sentía
una profunda desazón en mi corazón. El espejo grande que había en mi pequeño
cuarto reflejaba la imagen de un muchacho avergonzado y arrepentido de las
malas acciones cometidas. Sí, tenía vergüenza mirarme en el espejo. Era un
joven malo y sucio. Y, además, hipócrita porque mientras en el colegio
aparentaba ser un joven ejemplar, que los adultos presentaban como modelo a
seguir, en casa, en la intimidad de mi habitación, yo ejecutaba acciones sucias
y reprobables. ¿Cómo podía, entonces, aceptar los honores y alabanzas que
recibía a menudo de mis mayores, de mis profesores, de mi familia?
Las chicas que vivían en
la pensión en donde yo estaba me excluirían del grupo o se irían a otro lado si
se enteraban de mis malas costumbres, pensaba una y otra vez, sumido en la
vergüenza y la auto humillación. ¿Qué habría dicho la buena señora J., dueña de
la pensión, si lo hubiera sabido? Ella, tan gentil que, hasta el día de su
muerte, y yo ya siendo adulto, me continuó tratando como un niño, con cariño,
con afecto. A veces solía rehuir su mirada y me recluía en mi cuarto para no
sentir el peso de mi propia ingratitud: ella abriéndome las puertas de su digna
casa y yo ejecutando dentro de ella actos completamente condenables.
Sí, me sentía
anímicamente mal. Sólo mis tardes de cine y los libros me ayudaban a olvidarme
que era un joven adicto a un vicio cuyo nombre desconocía, pero cuya ejecución
la llevaba a cabo cada vez con más habilidad, pues había aprendido a prolongar
cada vez más el tiempo de la estimulación. En aquellos tiempos en los que las
hormonas tienen una actividad febril, el pene se erectaba y se endurecía muy
rápidamente como si se tratara de un acto reflejo. Bastaba que las
preocupaciones del colegio pasaran a un segundo plano para que el pene se
levantara rápidamente reclamando el estímulo apaciguador. Por ello, terminadas
mis clases, si no había algún compromiso de por medio con los amigos, me
dirigía rápidamente a la pensión, entraba a mi cuarto y luego de cerrar
cuidadosamente la puerta de mi habitación, procedía a desnudarme. Ni siquiera
necesitaba tocar mi pene para que este se parara. Ni siquiera había terminado
de sacarme el pantalón y ya lo sentía duro y erguido, y siempre en un ángulo
agudo que se formaba al apuntar violentamente hacia arriba. El espejo me
devolvía la imagen de un ser agresivo, ansioso, arrebatado. Mis ojos brillaban
de deseo, mi mano aprisionaba fuertemente mi pene, el cual se endurecía tanto
que hasta me causaba dolor. Mi corazón latía fuertemente. En tales momentos, me
olvidaba de todos aquellos sentimientos de culpabilidad. Nada de este mundo me
importaba más que agarrar mi pene y frotarlo una y otra vez.
Y tal como ya lo he
mencionado, aprendí que podía disfrutar más del momento si luego de algunos
movimientos, me detenía y apretaba ligeramente el pene, para evitar terminar el
goce y dejar en suspenso la aparición de aquella secreción blanquecina de
nombre desconocido, y cuya presencia ya no me causaba el temor de aquellas
primeras veces. No recuerdo haberme preguntado si este vicio era sólo mío o si
los otros muchachos de mi edad también lo padecían. Frotaba, pues, mi pene una
y otra vez, solazándome en aquellas descargas eléctricas que se irradiaban
desde mis genitales por toda la zona abdominal e inundaban todo mi cuerpo de
una sensación de bienestar.
Sólo ese bienestar
contaba en tales momentos. Eso era lo más importante de todo. Tal vez creía que
la muerte me podía sorprender allí sin que me diera cuenta del puro placer que
sentía al ejecutar tan extraña actividad, concentrado exclusivamente en la
visión de mi pene duro y erecto, de mi mano subiendo y bajando compulsiva y obsesivamente.
Aprendí a gozar hasta ya
no dar más. Iba casi siempre hasta el límite, es decir, lograba alcanzar
aquella cumbre de placer que precede inmediatamente a la eyaculación. Una
fracción de segundo antes de llegar al punto máximo, apretaba fuertemente mi
pene y era inevitable un gemido de hondo placer que yo trataba de ahogar para
que nadie al otro lado de la puerta me escuchara. Una y otra vez ejecutaba este
acto de placer, sintiendo que mi sangre hervía. Y siempre sentía curiosidad por
aquellas gotitas que aparecían tercamente en la punta de mi glande y cuya
viscosidad me llamaba la atención. Intuitivamente, las esparcía por el glande
y, entonces, sentía que el placer crecía porque mi mano resbalaba ahora con
gran facilidad por el glande húmedo y rosado. Tres o cuatro veces repetía
gozoso este juego, tras lo cual mi cuerpo me impulsaba a cruzar el umbral de
ese gran momento de deleite supremo previsto, anunciado. Y, entonces, siempre
con la sorpresa en el rostro, veía como mi secreción blanquecina salía
fuertemente impulsada por las impetuosas contracciones de mis genitales. Tres
furiosas descargas acompañaban estos movimientos involuntarios de mi pene,
luego de las cuales otras pequeñas contracciones continuaban expulsando el
misterioso fluido que acompañaba este clímax generoso y tranquilizador.
Cuando estaba en mi
cuarto solía estimularme acostado; por lo tanto, las expulsiones de mi pene
caían cálidas y abundantes sobre mi abdomen desnudo. Instantes después de haber
eyaculado, procedía a limpiar cuidadosamente con papel higiénico aquellas partes
de mi cuerpo mojadas por aquella sustancia que al contacto con el aire se
fluidificaba con facilidad. Esta forma de hacerlo tenía una ventaja: el semen
–nombre aún desconocido para mí- caía sobre la piel de mi abdomen y no
ensuciaba ropa, frazada y sábana alguna. El papel higiénico lo desaparecía
luego en el baño. La otra manera en que solía hacerlo era sentado. Había una
gran desventaja: el semen salía proyectado hacia adelante, ejecutando una
parábola antes de caer al suelo o sobre mis piernas; por ello, a veces optaba por poner vertical mi pene y
frotarlo manteniendo este ángulo cerrado con la vertical. Con la finalidad de
evitar ensuciarme las piernas o la cama, ponía un pedazo de papel higiénico
debajo de mis genitales; de esa manera recibía allí el semen expulsado con
fuerza por mis trajinados genitales.
Describo en detalle mi
eyaculación porque tras esa fase venía la sensación de culpa que, probablemente
trataba de paliar borrando toda huella de este acto que yo pensaba pertenecía
al ámbito de la maldad. Tras la eyaculación se hacía presente el sueño. Casi
inmediatamente después me quedaba dormido; antes, sin embargo, procuraba
colocarme un pequeño pedazo de papel higiénico en torno a mi glande con el fin
de absorber el semen remanente que empezaba a caer en pequeñas gotas de mi pene
ya flácido, agotado.
Lo interesante de toda
esta actividad es que para su ejecución me bastaba con concentrarme en la
visión del pene en fase de estimulación y en la actividad frenética de mi mano
que subía y bajaba obstinadamente. Hasta
esos momentos no ligaba la auto estimulación con las imágenes de mujeres reales
o ficticias. Pasarían todavía algunas semanas antes de que descubriera la
intensa relación entre la masturbación y las mujeres.
Creo que fue a través de
una conversación que tuve con dos amigos, uno de los cuales se jactaba de tener
a una mujer mayor por amante. Asistía yo muy extrañado a esta conversación, la
primera que escuchaba en la que se mencionaba la frase tirarse un polvo, o se
pronunciaban las palabras paja o pene. Recuerdo eso sí con meridiana claridad el
momento en que tímidamente pregunté a mi amigo J. –un muchacho que luego se
haría muy popular entre las jóvenes por sus ojos verdes- qué era el pene. Luego
de mirarse con sorpresa mis amigos soltaron una carcajada y la respuesta de J.
la sentí como una bofetada: “El pene es la pichula, pues, huevón.” . Me sentí
humillado y ya no pregunté más, así que sólo agucé el oído, presté mucha
atención a las historias rocambolescas de mi amigo y grabé en mi memoria
palabras como sexo, pene, senos, concha, culo, cachar, excitación. Tenía que
averiguar qué diablos significaban tales palabras. Por otro lado, mi amigo se
refería a la mujer y la relación que él tenía con ella en términos bastante
elogiosos. Me imaginé las escenas de besos que había visto en el cine, pero
¿había algo más que los besos y los abrazos? ¿Quién me podía ayudar a desentrañar
el misterio de aquellas palabras desconocidas y de aquella rara relación de mi
amigo J. con su amiga?
- VI -
Una vez más la vergüenza
y el temor hicieron que callara mis dudas. No tenía una persona de confianza a
quien preguntarle acerca de esa historia clandestina de mi amigo. Sospechaba
que allí había gato encerrado, y esa sospecha me obligó a guardar silencio.
Recuerdo haber entrado a mi cuarto con tantas interrogantes en la cabeza y, de
pronto, mientras vagaba mi mirada por la pequeña habitación, una luz se prendió
en mi cansado cerebro. En el cuarto abundaban los libros que se acumulaban en
pilas sobre el ropero, sobre una vieja maleta de mi hermano y en un pequeño
estante pegado a la pared. Mi hermano, creo haberlo dicho ya, era en ese tiempo
un lector voraz, y gastaba parte de la buena propina que recibía en libros,
novelas especialmente. Al repasar mi mirada por los libros me pregunté si tal
vez las respuestas que yo buscaba estaban allí. Y uniendo la acción al
pensamiento, me subí a lo alto del ropero para empezar a desentrañar en medio
de lo desconocido el misterio que empezaba ya a obsesionarme.
Si mi memoria no me
falla, han pasado casi cuarenta años de aquel episodio, pronto me encontré
absorbido en una investigación que en ese momento no tenía pies ni cabeza. Y
sin embargo, buscaba. Tomaba un libro en mis manos, leía el título, lo abría al
azar y leía unos cuantos párrafos. Así fue como descubrí un pequeño libro sobre
un episodio de la segunda guerra mundial que me llegó a interesar y que meses
después lo leí y también lo doné secretamente para la biblioteca del salón;
algunas novelas deleznables sobre vaqueros y policías del FBI, a las que
posteriormente me aficioné siendo aquellos los primeros libros que leí de cabo
a rabo; y otros libros sobre historia y geografía que eran la materia de
estudio de mi hermano que estaba a punto de concluir su carrera como profesor.
No sé cuánto tiempo pasó,
Estaba totalmente abstraído por la revisión de aquella desordenada e incipiente
biblioteca que poco tiempo después, de una u otra manera, se convertiría en una
gran motivadora de mi afición desbocada por los libros y la lectura. Tras
algunas horas de curiosear entre los libros, mi búsqueda dio resultado. Hallé un
pequeño libro de pasta roja y en la cual había la figura de una estatua que
representaba a una pareja hombre-mujer unidos en un estrecho abrazo. No presté
mucha atención a la figura, pero sí al título que aludía de manera totalmente
aséptica a la educación sexual. Me atrajo, sobre todo, la palabra sexual, que
la había escuchado en la conversación de mis amigos y cuya sonoridad, no sabía
por qué, me estremecía. El libro tenía muchas descripciones, pero no tenía
desnudo alguno. Unas cuantas fotos de parejas abrazadas, vestidas por supuesto,
algunos diagramas y unos cuantos dibujos. Sin embargo, la lectura de algunos
párrafos me dio ciertas luces acerca de lo que había escuchado a mis amigos. Y
lo principal: allí aprendí que mi pene tenía una función adicional a la
actividad excretora que tan bien conocía.
Aprendí, pues, que mi
pene podía entrar en el cuerpo de una mujer. “Ahhh!!!, eso era”, “Hummmm, ¿eso
hay que hacer?”, me dije al borde del shock y con el corazón palpitando
fuertemente. Entonces, “¿qué tiene una mujer allí abajo? ¿Y el bultito que le
vi a la señora G. tiempo atrás? ¿Cómo es aquella ‘cosa’ que tienen las mujeres?”.
El manual que revisé no tenía fotografía
alguna que colmara mi curiosidad. Apenas si había el dibujo de una mujer sin
ropa en el que una flecha señalaba un orificio llamado vagina y las otras
flechas mencionaban la palabra labios y algún vocablo más, que supongo, sería
clítoris o vulva. Empezaba a armar el rompecabezas. Empezaba a tener algunas
respuestas a mis viejas interrogantes acerca de mi genitalidad y, especialmente
acerca de aquello que las mujeres tenían entre las piernas. Me leí el libro de
un tirón, y allí mismo adquirí los conocimientos elementales de nuestra
sexualidad. Me enteré que existían palabras como espermatozoides, óvulos, menstruación,
cópula y un largo etcétera.
Al mismo tiempo, sin
embargo, tenía una enorme frustración porque lo que había visto y leído en el
libro de marras no eran suficientes para que yo me formara una idea completa de
lo que eran los genitales femeninos. Ya había aprendido que mi pene servía para
introducirlo dentro de un agujero que la mujer tenía entre las piernas y que
ese fluido lechoso dentro del cuerpo femenino podía generar vida. Pero, repito,
eso no me bastaba para satisfacer mis ansias de saber cómo era la ‘cosa’
femenina. Mi curiosidad por saber cómo eran los genitales femeninos rayaba en
la obsesión. Más aún ahora que parecía haberse abierto la Caja de Pandora. Y
¿cómo era ese orificio? ¿Acaso meter el pene allí no le causaría dolor? ¿Y cómo
se tenía que hacer para que saliera esa leche cuyo nombre correcto era semen?
- VII -
Ahora que sabía un poco
más, tenía, sin embargo, más interrogantes que al no encontrar respuesta me
torturaban todo el día. Lo peor de todo era que no sabía dónde encontrar las
respuestas. Supuse que habría otros libros como el que había leído que, quizás,
tendrían más información, pero el problema presente era cómo acceder a ellos.
Supuse de antemano que en una librería tales textos no estarían al alcance de
un adolescente como yo. Y, además, cuánto costaría hacerse de tal tesoro. Y
hacer preguntas sobre el dichoso asunto, ya habíamos visto que presentaba
enormes dificultades.
En los días siguientes
seguí hurgando entre la ruma de libros que mi hermano guardaba encima de su
ropero. De pronto, encontré un libro sobre historia del arte, de formato
pequeño, pero grueso, con muchas ilustraciones de pinturas famosas. Nunca antes
había visto tales reproducciones, algunas a color, otras en blanco y negro. Me entretuve
observando algunas pinturas hasta que de manera casual me topé con un cuadro
que se llamaba Las Tres Gracias que
me dejó perplejo, sorprendido, impresionado.
Tres mujeres desnudas, de
abundantes carnes y de expresión sensual compartían un momento de sus vidas
unidas por un abrazo, un velo y una mirada. En tal momento, esos detalles los
percibí de manera subliminal. Ahora lo puedo expresar con claridad, luego de
haber visto una y otra vez este hermoso cuadro, pero remontándome a aquel 1968
la memoria sólo me trae aquellas imágenes de un muchacho turbado totalmente
ante la visión de tres mujeres desnudas.
Estaba conmocionado ante
la imagen de la mujer que aparece en el centro, de espaldas y en cuyo opulento
trasero aparece un velo pegado en su nalga izquierda, velo que, además, se
introduce impertinente y coqueto en la línea que separa a ambos hemisferios.
Nunca había visto un trasero femenino. Y luego de haber mirado y remirado este
trasero, observé asombrado a las dos mujeres de los costados. Mis ojos se
detuvieron en aquellas formas que el pintor había insinuado entre las piernas
de esas mujeres de sonrisas encantadoras. Deseaba ver lo que aquellas mujeres
guardaban allí. Pequeñas sombras se dibujaban en esas zonas y no me permitían
descubrir el misterio. Recordé a la mamá de la pequeña G. y su bultito entre
los muslos, y quise, una vez más, conocer de qué estaba hecho ese bultito;
pero, el cuadro no me decía más. Mis ojos iban del trasero de la mujer de en
medio a los vértices escondidos de las mujeres de los costados, y de allí
ascendía hacia los senos y pezones de aquellas féminas de vientres prominentes
y de piernas musculosas. Evidentemente, no era el tipo de belleza femenina de
una época como la que estábamos viviendo, donde más bien se realzaba aquellas
imágenes de mujeres de cuerpos espigados y piernas delgaduchas. Ajeno por
completo a los cánones estéticos de ese tiempo, me sentía atraído por la
voluptuosidad y sensualidad de aquellas mujeres. La visión de sus senos, el
persistente misterio de sus genitales, la exposición del trasero voluminoso, causaron
en mí un verdadero terremoto emocional.
Inconscientemente llevé
mi mano hacia mi pene al que ya encontré extremadamente duro, erecto. Bajé de
lo alto del ropero con el libro en mis manos. En la comodidad de mi cama, abrí
con ansiedad el libro, busqué la página donde estaba el cuadro hechicero y lo
volví a observar con mayor detenimiento, posando mi ardiente mirada, una vez
más, en los pubis de aquellas mujeres que parecían gozar de su desnudez. “Pero,
¿qué tienen allí?”, me repetía una y otra vez, sin encontrar más respuesta que
las pequeñas luces y sombras con que el pintor representaba aquellas zonas que
yo deseaba tan fervientemente conocer. Sin poderlo evitar más, me encontré contemplando
obsesivamente el cuadro mientras mi mano derecha frotaba lentamente mi pene. Me
acomodé mejor en la cama y continué estimulándome y examinando insistentemente
este cuadro que me pareció perturbador y perverso. Y ya no pude detenerme,
gozaba viendo, gozaba tocándome. Ese fue el orgasmo más intenso, el más
delicioso, el más reconfortante de aquellos agitados días. Y, entonces, supe a
cabalidad que las formas femeninas podían provocar en mí una intensa pasión.
Desde esa vez, sólo fue posible el gozo masturbatorio bajo el estímulo de la
visión de una imagen femenina.
He viajado varias veces a
Europa, pero sólo en el 2005, hice realidad mi sueño de conocer Madrid. Estuve
casi una semana en esa hermosa ciudad, caminando horas de horas por sus calles
atestadas de gente y de comercio. Amé esas calles, amé sus librerías, amé sus
cines. Una mañana, muy temprano, plano en mano caminé por la Gran Vía hasta llegar
a la Cibeles. Torné hacia la derecha y caminé a lo largo de un amplio Paseo
poblado de árboles que me condujo directamente al Museo del Prado. Mi objetivo
eran las pinturas de Velásquez -las Meninas, por supuesto- y Goya. De Goya
quería ver sobre todo los dos famosos cuadros de las Majas: la vestida y la
desnuda. Ambos son bellos, pero el de la Maja Desnuda es verdaderamente
inquietante, porque aquí el artista se atrevió a sugerir la existencia del encantador
vello púbico.
Sí, disfruté enormemente
de este paseo a través de cuadros bellos y sugestivos. Paseé con inmenso placer
a través de los salones que albergaban la obra de los grandes maestros,
descansando de vez en cuando en aquellas bancas ubicadas en medio de algunas
galerías. De pronto, al ingresar a una de ellas, quedé paralizado ante la
pintura que aparecía frente a mí. Era enorme, con sus más de dos metros de
altura, inquietante, estimulante, y más hermosa que nunca. Allí estaba la
pintura de Pedro Pablo Rubens. Las Tres Gracias se ofrecían a mis ojos en
tamaño y colores originales. Mi corazón galopó con intensidad, mis ojos estaban
deslumbrados, mi cuerpo no cabía en sí de contento. Lágrimas de alegría, de
nostalgia, de emoción nublaban mis ojos. Estaba hipnotizado repasando cada
detalle de la pintura. Sí, allí estaba ese trasero amado, tantas veces visto en
el formato pequeño de aquel viejo libro de mi adolescencia. Los pubis de las
mujeres de los extremos aparecían ahora amplificados, pero seguían siendo
simples contrastes de colores que hacían más misteriosa aquella región
fascinante y hechicera. Los senos, pequeños, pero cuyos pezones hacían más
evidente la desnudez de las mujeres, ejercían sobre mí, una vez más, una mágica
atracción. El abdomen prominente de aquellas mujeres acentuaba su carnalidad y
excitaba aún más mis sentidos.
Esta vez, sin embargo,
algo más atrajo mi atención al punto de llevarme casi a un estado de éxtasis:
las miradas de las mujeres, sus sonrisas enigmáticas que oscilaban entre la
amabilidad, la gentileza y el deseo. Era la alegría de la vida, era el canto
luminoso de la naturaleza, lo que yo encontraba ahora en sus expresiones. Siempre me pregunté qué tenía de especial ese
cuadro, por qué me atraía y turbaba mis sentidos, cuál era el origen de ese
intenso deseo que despertaba en mí la visión de esta singular obra maestra. La
respuesta la tenía ahora: el abandono voluptuoso y cómplice de aquellas mujeres
y que se ponía de manifiesto a través de esas mágicas miradas y sonrisas. Ellas
sabían del poderoso deseo que despertaban en los hombres. Estaba en su
naturaleza. Tal era su encanto. Me senté en la banca ubicada frente al cuadro y
decidí mirarlo hasta que mi vista se agotara. Creo haber estado allí cerca de
una hora, mirando y recordando. Mi infancia y mi adolescencia desfilaron una
vez más por mi mente ante la vista de esta bellísima pintura.
Y aquí me quedo por ahora.
Tengo en mi mente los recuerdos amabilísimos de aquellas mujeres que he amado a
lo largo de mi vida. Sueño siempre con ellas. Haber compartido sus tesoros
íntimos, su desnudez llena mi corazón de alegría, de generosidad, de gratitud.
También de nostalgia, sobre todo en aquellas horas en las que el alma reclama
un cuerpo joven que acariciar, como dice el Sabina. Algunas noches juego
imaginariamente con ellas, rozo sus pezones y acaricio con delicadeza –no
exenta de timidez- sus oscuros bosquecillos encantados. Y, entonces, recuerdo las
horas del amor con ellas, no tanto los instantes de fuego y pasión, de gemidos
y susurros, sino, más bien, aquellos momentos en los que yo ponía mi cabeza
entre sus pechos o junto al surco amado y nos contábamos nuestras alegrías y
nuestras tristezas.
Yo la llamaba la hora del
amor porque saciado el deseo, la ternura y el afecto entrañable se abrían paso
bajo la forma de pequeñas caricias en el rostro, en los pechos, en el siempre
hermoso vello púbico. A su vez, ellas posaban sus manos sobre mi cabeza o
tomaban mis manos entre las suyas y me hacían cómplice de sus sueños, de sus
ilusiones y también de sus frustraciones. Sí, la hora del amor era la hora de
las confidencias, de las historias, de las pequeñas caricias, del
reconocimiento sereno de nuestros cuerpos. En esas horas yo les conté a mis
amigas, amigas de mi alma, amigas bien amadas, de aquellos años en los que
empecé a buscarlas, les conté de aquellos misterios y enigmas que sólo los
libros fueron capaces de revelarme. Les conté, pues, de mi largo y azaroso
camino hacia mi feliz encuentro con ellas.
Lima, 19 de julio de 2014
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