2/5/14

CELEBRANDO SUS OCHENTA Y SIETE, TÍO PEPE



Escribe: Rogelio Llanos


Mañana habría cumplido ochenta y siete años.

Hoy, desde muy temprano la tía Luz habría empezado los preparativos, yendo al mercadillo a comprar todo lo necesario para la fiesta que necesariamente tendría que llevarse a cabo para celebrar el cumpleaños del tío Pepe.

Cada año los previos tenían una rutina similar, y cada año la fiesta despertaba mayores expectativas y nos llenaba de una pequeña ilusión. Era una diversión sana y plena. Íbamos a festejar el cumpleaños de un hombre que empezó desde abajo y que con esfuerzo, trabajo y mucho sacrificio disponía ahora de un pequeño confort del cual nos hacía partícipes a todos los que vivíamos con él, mostrándose siempre dispuesto  a echar una mano a todos los que se acercaban a él en busca de ayuda. 

Los preparativos empezaban el primero de mayo, fecha en la que el tío Pepe se levantaba un poquito más tarde que de costumbre, aprovechando el feriado, pero, luego del desayuno –lo imagino en su bata azul, sentado frente a una mesa generosamente servida- y de una pequeña sobremesa sazonada de historias jocosas, ocurrencias ingeniosas y palabras amables, subía a su habitación a cambiarse para ir a su taller de joyería, que quedaba a pocas cuadras de la casa, en la ahora muy venida a menos –qué inmensa pena invade mi corazón- Urbanización Ingeniería.

Cambiado ya, el tío Pepe se despedía con un “ya regreso, chola”, y todos sabíamos que el corazón del tío Pepe, ese enorme corazón en el que se albergaba tanta nobleza y generosidad, hoy estaba pleno de alegría. Su rostro en la víspera de su cumpleaños delataba, sin duda alguna, la felicidad que le causaba la llegada del día anhelado. Era un niño, gozaba como un niño.

 La cercanía de su cumpleaños lo colmaba de vigor, de una energía tal que lo motivaba –más que en los otros días- a acercarse a los demás para interesarse por ellos, hablar, bromear y entregar aquello que era muy propio de él y que, a su vez, era determinante en la opinión de todos los que se cruzaban en su camino: sencillez y amabilidad.

Pues bien, el tío Pepe, con su mirada franca y su paso rápido, iba camino a su taller. Era primero de mayo y se iba a reunir con el tío Yaro, su hermano, con quien compartía la propiedad del taller, y con sus operadores para iniciar las celebraciones del cumpleaños. Así pues, don José Dusek, el tío Pepe, mi tío Pepe –y lo digo con un orgullo inmenso- celebraba víspera y día. Para él, y para nosotros, el día de su cumpleaños era, junto a la Navidad y el Año Nuevo, las fechas más importantes de cada año.

La celebración con la gente de su taller incluía un partido de fútbol por la tarde y, luego, los brindis y algo más con una buena dotación de cajas de cerveza, para calmar la sed, poner el ánimo al tope y hacer mucho más viable las mutuas manifestaciones de aprecio entre el dueño del negocio y la gente que lo apoyaba en su labor de pequeño y próspero empresario. Porque, para el tío Pepe, las palabras miserable e injusticia estaban fuera de su diccionario. Y, por ello, tuvo todo lo que quiso y necesitó, pasó por una época de oro en la que guardó previsoramente para el futuro y disfrutó la vida a su gusto, permitiéndose ser generoso con su familia, amigos y con todos aquellos que se acercaron en algún momento a él. ¿Quién no quería al tío Pepe?

Al caer la noche, el tío Pepe, regresaba bastante ‘picado’. Es decir, más alegre y contento que de costumbre. Cuando tenía algunas o muchas copas demás, se ponía hablador, hasta que el sueño lo vencía. Nunca lo vi agresivo ni con ánimo de pelea. Por el contrario, la buena vibra lo desbordaba.

¡Carajo! Qué tipo para más bueno. Aquí vuelvo a repetir lo que escribí en su oración fúnebre: diecisiete años viví en su casa y nunca tuvimos una pelea, ni siquiera un cruce de palabras que nos produjera luego un malestar. Discrepábamos en algunas cosas sí, naturalmente. Yo era en aquellos tiempos un joven izquierdista impulsivo y cuando se hablaba de política mis ideas se diferenciaban enormemente de todo mi entorno, pero él sabía manejar muy bien las situaciones difíciles, reconociendo toda la corrupción que rodeaba a la clase política y contando, luego, alguna de sus historias desternillantes con lo cual la tensión generada se aliviaba grandemente. Yo, muy pronto aprendí a contener estos impulsos atávicos que me llevaban a veces a pelear para imponer mis ideas, y, lo más valioso, aprendí de él que no importa cuán diferente se sea en la manera de pensar, lo más importante era aceptar la diferencia y preservar los afectos.  El tío Pepe lo hacía de manera intuitiva, y en las largas conversaciones que tuve con él, a veces con algunas cervezas de por medio, solía expresar con frases muy sencillas su propio código de conducta que lo pintaban como un hombre bueno. Nunca me decepcionó. Y siempre fue un motivo de orgullo caminar a su lado.

Y mientras el tío Pepe dormía la ‘mona’, la tía Luz continuaba trajinando en la cocina. Las enormes ollas que guardaba en algún lugar de la casa, habían hecho su aparición. ¡Qué no habrá preparado la tía Luz, acompañada de la querida prima Gladys! Un banquete de comida criolla para chuparse los dedos esperaba a todos los invitados y no invitados. Era la hora de los tamalitos, del chanchito, del pavito, del seco de cabrito, de las ricas ensaladas, todo bien sazonado y con el ají en su punto.

Todo el mundo caía en casa unas horas antes de la medianoche. Familiares y amigos ya se habían pasado la voz. Era el cumpleaños de Pepito y la diversión estaba asegurada. La puerta estaba abierta para todos, sin distingo de raza, sexo o religión. Todos sabían que en Joaquín Capella 167 de la Urbanización Ingeniería, hoy se rendía un verdadero culto a la amistad y a la unión familiar.

La tía Blanquita, a la que yo llamo cariñosamente señorita Blanca –para mostrarle mis respetos, hacerle saber que sigue siendo joven y que debe caminar más erguida cada día- hoy me hizo recordar que hubo una vez en que el tío Pepe se paseaba como un león enjaulado, entre la cocina y la sala de la casa. Ya se había bañado y cambiado, luego de dormir la resaca producida por la juerga con sus operadores del taller, y esperaba impaciente la llegada de propios y extraños. Eran las diez de la noche. La luz del comedor estaba prendida, la sala estaba, en cambio, medio iluminada para que no se viera vacía desde el exterior. No había llegado aún invitado alguno a la casa. Y eso lo tenía preocupado al tío, cuyo entusiasmo empezó a tornarse en preocupación. “¿Vendrán, chola?, ya son más de las diez y nadie viene”. Y siguió con su inquieto paseo a lo largo de la amplia sala comedor de esa casa –ahora ya demolida- que tantos hermosos recuerdos me trae.

Pasadas las diez y media, el tío ya no pudo más y explotó, muy contrariado: “Mira, chola, si no vienen, yo me voy a celebrar afuera”, y diciendo esto subió a su cuarto y, supongo, que se echó en su cama a pensar a dónde podría irse a celebrar. Quizás buscaría a su hermano Yaro para intercambiar aquellas viejas e interminables historias que tantas carcajadas generaban en cada reunión a las que asistían. Quizás iría a ver a su cómplice y amigo el ‘grandazo’ Don Alfredo, siempre dispuesto a celebrar con risotadas sus ocurrencias. O, tal vez, estaría extrañando a su amigo del alma, Ronald, que tan temprano partió, y a su compañero de aventuras y palomilladas, Estremadoyro.

Pero no, no podían fallarle la familia y los amigos y los vecinos del barrio. Y eso lo sabía la tía Luz, que impávida, continuaba con Gladys, preparando el tremendo banquetazo de la madrugada. Pasadas las once empezó a sonar el timbre de la casa. La gente empezaba a llegar, y pronto la casa comenzó a llenarse. El tío Pepe, feliz, bajó las escaleras para recibir los abrazos y parabienes de todos los concurrentes. La celebración de su cumpleaños iba, como cada dos de mayo, camino al éxito, arrastrando en su alegría a todo el mundo.

Las botellas de cerveza y las de whisky empezaban a aparecer con generosidad. Y todos bebían con la confianza de que esa noche no le faltaría ni bebida ni comida. Aquello de que toda repetición es una ofensa, no funcionaba aquí en esta casa y en esta fiesta. Dadivoso en extremo, el tío Pepe y la tía Luz se esmeraban para que todos quedaran saciados. No había límite para la bebida y, mucho menos, para la deliciosa comida que se había preparado para la ocasión. Todos quedaban así predispuestos para el baile que lo inauguraba el tío Pepe con la mujer de toda su vida, con la mujer que mejor lo entendió y lo impulsó a ser lo que ahora él era: un pequeño empresario, próspero, justo y honesto. Extraño, en medio de un mundo tan corrupto y tan miserable.

El tío se desenvolvía en todos los ritmos. El valsesito inicial con la tía Luz inauguraba el baile que se tornaba intenso y emotivo conforme pasaban las horas al ritmo de una música tropical y criolla que hacía las delicias de todos. En esos tiempos, hablo de los setentas y de los ochentas, los long plays y los cassettes, eran los usuales formatos musicales , aunque los primeros estaban ya empezando su retiro temporal de los mercados.
EL tío se había comprado unos discos de rumbas, merengues y salsa que encontraban aquí la ocasión para sonar a todo volumen. Yo, que nunca fui un buen bailarín (¿es que acaso alguna vez bailé?), me dedicaba a conversar y a beber con los tíos y sus amigos. Memorables eran las arduas discusiones que armábamos con el tío Flavio –único militante aprista honesto que he conocido en mi vida- y el tío Yaro, al que pronto se unían los demás tíos y amigos. Era una verdadera olla de grillos. Opiniones de todo tipo y color. Nadie se ponía de acuerdo, pero todo se zanjaba con risas y bromas y nadie terminaba magullado. Era la magia del tío Pepe. Nadie podía arruinarle su cumpleaños. Y los recuerdos de aquellas reuniones festivas siempre fueron agradables.

De pronto, Fruko y sus Tesos soltaban su pegajoso “El Negro Chombo” y, entonces, esa sí no la me perdía. Y la tía Luz ya sabía que esa salsa era la única que me hacía vencer mis inhibiciones y me hacía salir a bailar. La bailé con Gladys, con la prima Chini, con la tía Luz y con muchas otras personas más. Nunca me la perdía. Era la única salsa, de las que tenía el tío Pepe (y había otras buenas, pero que yo sólo prefería oírlas), que me invitaba a seguir el ritmo, sin tener la vergüenza de exhibir mi torpeza.

“El eco de  mi canto, se lo lleva el Magdalena / Negro Chombo va cantar, / pa’ que venga su morena / a ehhhh, ehhhh, chévere, vere, vere, bembem/ “, Sí, bastaban esos versos arropados por unos vientos estremecedores y sensuales, para que yo dejara mi vaso de cerveza y acudiera presto en búsqueda de una pareja para que me acompañara en mi celebración particular de un ritmo y una música que alegraban mi espíritu y contribuían a hacer más entrañable la fiesta de mi querido tío Pepe.

Se bailaba, se tomaba y se comía hasta las primeras luces del amanecer. Cómo no recordar las ocurrencias escatológicas del tío Yaro, expresadas con tal seriedad que personas extrañas que lo escuchaban, quedaban sorprendidas de los sesudos estudios y reflexiones que el tío Yaro había efectuado en ese lado oscuro y misterioso de la actividad humana. Para quienes lo conocíamos, era imposible aguantar la carcajada por la ironía, el ingenio y la manera como expresaba el resultado de sus ‘investigaciones’. Las fiestas y las excursiones playeras eran los escenarios propicios para el desborde mental del increíble tío Yaro. Su hermano, el tío Pepe, sólo atinaba a decir, matándose de risa: “¡Qué jodido, el Yaro, cómo se le pueden ocurrir tantas cojudeces…. Y mira con qué seriedad que lo dice…”, y se atragantaba de la risa. Cómo lo quería a su hermano y cómo disfrutaba de su compañía. Los recuerdo ahora a ambos, y mi corazón se llena de mucho amor por ellos.

Así, pues, mientras los demás bailaban, las mujeres hablaban y hacían planes para las próximas reuniones, nosotros, en el barcito que el tío Pepe - con ayuda del tío Flavio y el primo Henry-  había construido a un costado del comedor, nos divertíamos bebiendo cerveza o el ron con Coca Cola que el tío Flavio nos ofrecía, luego de prepararlo en cantidades industriales en unos baldes destinados para ese fin.

La selección de fútbol del Perú, la política peruana, la religión, las mujeres, los paseos a la playa, el aprismo y las historias de los tíos, eran los temas infaltables de la fiesta. La risa, el humor, las carcajadas y el buen ambiente estaban asegurados en esa noche inolvidable. El señor Neyra, infaltable, y con muchas cervezas entre pecho y espalda, apostrofando a una Sra Betty imaginaria en una silla vacía:  ”Te he dicho que no me digas nada, y no me repliques”; el grandazo, Don Alfredo, picando a Don Flavio en el punto más vulnerable: su aprismo desenfadado; el tío Yaro hablando de la ‘malcriada’ y de la clasificación detallada de la actividad excrementicia; el primo Gino queriendo mejorar el mundo poniendo ante el pelotón de fusilamiento a todos los políticos corruptos del país; don Pedrito, el vecino de al lado, extrañando aquellos huaynitos que él solía poner al final de sus fiestas y que propiciaban tales zapateos que remecían el barrio  como si de un movimiento telúrico se tratara. Y yo, entre la ingenuidad y la torpeza, intentando defender en mi aburrido discursete el papel de una izquierda, en cuya entraña siempre anidó la antropofagia y la exclusión.

Pero así fue como aprendí a tomar las cosas con buen talante, a burlarme de mí mismo, a tolerar la diferencia. Aprendí a amar el humor. Pienso ahora que en la vida hay que reír aún hasta en los peores momentos. Hay que saber apreciar la sátira, la ironía, la broma, la agudeza del momento. Todo ello se daba cita en esas fiestas memorables. De vez en cuando alguien contaba un chiste, que siempre era celebrado con sonoras risotadas, pero más gracia me causaba aquellas historias que, de pronto a alguien se le ocurría y la contaba sazonándola con la picardía e imaginación personal. Cuánto humor se derrochó en aquellas fiestas. Y del bueno. Por eso, con mi prima Gladys, cuando de vez en cuando la llamo o me llama por teléfono, nos matamos de risa con los recuerdos y las ocurrencias que aparecen a lo largo de la conversación. Ella conserva el corazón generoso y el humor de su padre y la energía combativa de su madre. Y yo la quiero mucho, tanto como a Gino, su esposo, el médico de la familia, siempre bonachón y gentil, presto a dar la mano generosa a quien se lo solicita.

Para los sobrevivientes, había un calentadito o un guiso de pescado que la tía Luz, con toda la energía de una mujer acostumbrada al combate diario con la vida, preparaba de manera sabrosa y diligente. A estas alturas de la fiesta, yo ya estaba en mi cama, durmiendo la gran borrachera que me había hecho hablar hasta por los codos y me había mandado, finalmente, con paso vacilante hasta el baño para arrojar –que tal desperdicio, por Dios- la deliciosa comida de la tía Luz. Yo me enteraba de los últimos detalles de la fiesta en los días siguientes, cuando en las noches nos reuníamos todos en casa y hacíamos unas sobremesas divertidas intercambiando comentarios e historias de todo lo que había ocurrido en la celebración.

Y recuerdo también con cierta nostalgia, aquellas noches, ya del dos de mayo, cuando la noche avanzaba y el tío Pepe, con su bata azul, sin afeitar y el escaso pelo que le crecía a los lados de su noble cabeza calva, echaba una mirada cansina a la imagen televisiva y hacía algunos comentarios sobre la fiesta y el buen rato vivido. A veces se reía, recordando algunos momentos divertidos. Yo lo miraba y escuchaba con afecto y gratitud, acompañando su resaca con la mía. “Y esto es la vida, Rogelio”, me decía, entre nostálgico e irónico.

Que tiazo el que me regaló la vida. Cada día pienso en él. Cada mañana al partir al trabajo pienso en mi papá, mis tías Luzmi e Imel, en mi gran amigo don Carlitos Revoredo, y en mis tíos Pepe y Luz. Y cuando voy manejando acompañado de mi banda sonora predilecta (Dylan, Lou y todos los demás), pienso especialmente en él. Y guardo con cariño un recuerdo de él relacionado con la música. El tío Pepe tenía, allá por los setenta, cuando yo recién llegué a Lima, un cassette de Leonardo Favio que mucho le gustaba. Siempre lo ponía y tarareaba las canciones.

Creo que, de alguna manera, esa música me unió mucho a él en esos años en que yo empezaba a vivir en su casa. “Quiero aprender de memoria, con mi boca tu cuerpo, muchacha de abril”, cantaba con su voz varonil y apasionada, el talentoso cantante y cineasta argentino. Y yo sentía que mi corazón se emocionaba y el tío Pepe se alegraba.

Cuántos recuerdos de aventuras amorosas le traería a la mente esa canción que tanto le gustaba al tío, en aquellos años. Porque el tío era un tipo apuesto, elegante y muy ameno en su conversación. Imagino el atractivo que ejercería sobre las mujeres, jóvenes y otoñales. Así que, mucho años después, al recordar su sonrisa y las palabras amables  que siempre tenía para las canciones de amor de Leonardo Favio, me he puesto a pensar en ese ámbito tan íntimo y tan controversial como es la vida amorosa de un hombre y que, según su resolución, lo equilibra o lo envía al abismo. Quiero pensar que el tío Pepe allí fue feliz. Es lo único que explica que, tras las turbulencias propias de una juventud vivida entre la responsabilidad familiar y la diversión aliviadora de tensiones, envejeciera bien al lado de la Luz de toda su vida.

Así, pues, Tío Pepe, querido Tío Pepe, enjugo mis lágrimas, inevitables al recordarte, y me digo que ya no es momento de llantos o pesares. Es momento de recordarte con la alegría con la que viviste. Hoy, en vísperas de tu cumpleaños ochenta y siete, acabo de poner un viejo cassette de aquella salsa dura que tanto me gustaba en los setenta y en los ochenta. Al final está ‘El Negro Chombo’, y sus vientos briosos y su piano motivador, infaltable en aquellas fiestas de tu cumpleaños, trayéndome con sus sonidos, aquellos hermosos momentos que guardo con tanto afecto en mi corazón.


Lima, 1-2 de mayo de 2014

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