Escribe: Rogelio Llanos
Mañana habría cumplido ochenta y
siete años.
Hoy, desde muy temprano la tía
Luz habría empezado los preparativos, yendo al mercadillo a comprar todo lo
necesario para la fiesta que necesariamente tendría que llevarse a cabo para
celebrar el cumpleaños del tío Pepe.
Cada año los previos tenían una
rutina similar, y cada año la fiesta despertaba mayores expectativas y nos
llenaba de una pequeña ilusión. Era una diversión sana y plena. Íbamos a
festejar el cumpleaños de un hombre que empezó desde abajo y que con esfuerzo,
trabajo y mucho sacrificio disponía ahora de un pequeño confort del cual nos
hacía partícipes a todos los que vivíamos con él, mostrándose siempre
dispuesto a echar una mano a todos los
que se acercaban a él en busca de ayuda.
Los preparativos empezaban el
primero de mayo, fecha en la que el tío Pepe se levantaba un poquito más tarde
que de costumbre, aprovechando el feriado, pero, luego del desayuno –lo imagino
en su bata azul, sentado frente a una mesa generosamente servida- y de una
pequeña sobremesa sazonada de historias jocosas, ocurrencias ingeniosas y
palabras amables, subía a su habitación a cambiarse para ir a su taller de
joyería, que quedaba a pocas cuadras de la casa, en la ahora muy venida a menos
–qué inmensa pena invade mi corazón- Urbanización Ingeniería.
Cambiado ya, el tío Pepe se despedía
con un “ya regreso, chola”, y todos sabíamos que el corazón del tío Pepe, ese
enorme corazón en el que se albergaba tanta nobleza y generosidad, hoy estaba
pleno de alegría. Su rostro en la víspera de su cumpleaños delataba, sin duda
alguna, la felicidad que le causaba la llegada del día anhelado. Era un niño,
gozaba como un niño.
La cercanía de su cumpleaños lo colmaba de
vigor, de una energía tal que lo motivaba –más que en los otros días- a
acercarse a los demás para interesarse por ellos, hablar, bromear y entregar
aquello que era muy propio de él y que, a su vez, era determinante en la
opinión de todos los que se cruzaban en su camino: sencillez y amabilidad.
Pues bien, el tío Pepe, con su
mirada franca y su paso rápido, iba camino a su taller. Era primero de mayo y
se iba a reunir con el tío Yaro, su hermano, con quien compartía la propiedad
del taller, y con sus operadores para iniciar las celebraciones del cumpleaños.
Así pues, don José Dusek, el tío Pepe, mi tío Pepe –y lo digo con un orgullo
inmenso- celebraba víspera y día. Para él, y para nosotros, el día de su
cumpleaños era, junto a la Navidad y el Año Nuevo, las fechas más importantes
de cada año.
La celebración con la gente de su
taller incluía un partido de fútbol por la tarde y, luego, los brindis y algo
más con una buena dotación de cajas de cerveza, para calmar la sed, poner el
ánimo al tope y hacer mucho más viable las mutuas manifestaciones de aprecio
entre el dueño del negocio y la gente que lo apoyaba en su labor de pequeño y
próspero empresario. Porque, para el tío Pepe, las palabras miserable e
injusticia estaban fuera de su diccionario. Y, por ello, tuvo todo lo que quiso
y necesitó, pasó por una época de oro en la que guardó previsoramente para el
futuro y disfrutó la vida a su gusto, permitiéndose ser generoso con su
familia, amigos y con todos aquellos que se acercaron en algún momento a él. ¿Quién
no quería al tío Pepe?
Al caer la noche, el tío Pepe,
regresaba bastante ‘picado’. Es decir, más alegre y contento que de costumbre.
Cuando tenía algunas o muchas copas demás, se ponía hablador, hasta que el
sueño lo vencía. Nunca lo vi agresivo ni con ánimo de pelea. Por el contrario,
la buena vibra lo desbordaba.
¡Carajo! Qué tipo para más bueno.
Aquí vuelvo a repetir lo que escribí en su oración fúnebre: diecisiete años
viví en su casa y nunca tuvimos una pelea, ni siquiera un cruce de palabras que
nos produjera luego un malestar. Discrepábamos en algunas cosas sí,
naturalmente. Yo era en aquellos tiempos un joven izquierdista impulsivo y
cuando se hablaba de política mis ideas se diferenciaban enormemente de todo mi
entorno, pero él sabía manejar muy bien las situaciones difíciles, reconociendo
toda la corrupción que rodeaba a la clase política y contando, luego, alguna de
sus historias desternillantes con lo cual la tensión generada se aliviaba
grandemente. Yo, muy pronto aprendí a contener estos impulsos atávicos que me
llevaban a veces a pelear para imponer mis ideas, y, lo más valioso, aprendí de
él que no importa cuán diferente se sea en la manera de pensar, lo más
importante era aceptar la diferencia y preservar los afectos. El tío Pepe lo hacía de manera intuitiva, y
en las largas conversaciones que tuve con él, a veces con algunas cervezas de
por medio, solía expresar con frases muy sencillas su propio código de conducta
que lo pintaban como un hombre bueno. Nunca me decepcionó. Y siempre fue un
motivo de orgullo caminar a su lado.
Y mientras el tío Pepe dormía la
‘mona’, la tía Luz continuaba trajinando en la cocina. Las enormes ollas que
guardaba en algún lugar de la casa, habían hecho su aparición. ¡Qué no habrá
preparado la tía Luz, acompañada de la querida prima Gladys! Un banquete de
comida criolla para chuparse los dedos esperaba a todos los invitados y no
invitados. Era la hora de los tamalitos, del chanchito, del pavito, del seco de
cabrito, de las ricas ensaladas, todo bien sazonado y con el ají en su punto.
Todo el mundo caía en casa unas
horas antes de la medianoche. Familiares y amigos ya se habían pasado la voz.
Era el cumpleaños de Pepito y la diversión estaba asegurada. La puerta estaba
abierta para todos, sin distingo de raza, sexo o religión. Todos sabían que en
Joaquín Capella 167 de la Urbanización Ingeniería, hoy se rendía un verdadero
culto a la amistad y a la unión familiar.
La tía Blanquita, a la que yo
llamo cariñosamente señorita Blanca –para mostrarle mis respetos, hacerle saber
que sigue siendo joven y que debe caminar más erguida cada día- hoy me hizo
recordar que hubo una vez en que el tío Pepe se paseaba como un león enjaulado,
entre la cocina y la sala de la casa. Ya se había bañado y cambiado, luego de
dormir la resaca producida por la juerga con sus operadores del taller, y
esperaba impaciente la llegada de propios y extraños. Eran las diez de la
noche. La luz del comedor estaba prendida, la sala estaba, en cambio, medio
iluminada para que no se viera vacía desde el exterior. No había llegado aún
invitado alguno a la casa. Y eso lo tenía preocupado al tío, cuyo entusiasmo
empezó a tornarse en preocupación. “¿Vendrán, chola?, ya son más de las diez y
nadie viene”. Y siguió con su inquieto paseo a lo largo de la amplia sala
comedor de esa casa –ahora ya demolida- que tantos hermosos recuerdos me trae.
Pasadas las diez y media, el tío
ya no pudo más y explotó, muy contrariado: “Mira, chola, si no vienen, yo me
voy a celebrar afuera”, y diciendo esto subió a su cuarto y, supongo, que se
echó en su cama a pensar a dónde podría irse a celebrar. Quizás buscaría a su
hermano Yaro para intercambiar aquellas viejas e interminables historias que
tantas carcajadas generaban en cada reunión a las que asistían. Quizás iría a
ver a su cómplice y amigo el ‘grandazo’ Don Alfredo, siempre dispuesto a
celebrar con risotadas sus ocurrencias. O, tal vez, estaría extrañando a su
amigo del alma, Ronald, que tan temprano partió, y a su compañero de aventuras
y palomilladas, Estremadoyro.
Pero no, no podían fallarle la
familia y los amigos y los vecinos del barrio. Y eso lo sabía la tía Luz, que
impávida, continuaba con Gladys, preparando el tremendo banquetazo de la
madrugada. Pasadas las once empezó a sonar el timbre de la casa. La gente
empezaba a llegar, y pronto la casa comenzó a llenarse. El tío Pepe, feliz,
bajó las escaleras para recibir los abrazos y parabienes de todos los
concurrentes. La celebración de su cumpleaños iba, como cada dos de mayo,
camino al éxito, arrastrando en su alegría a todo el mundo.
Las botellas de cerveza y las de
whisky empezaban a aparecer con generosidad. Y todos bebían con la confianza de
que esa noche no le faltaría ni bebida ni comida. Aquello de que toda
repetición es una ofensa, no funcionaba aquí en esta casa y en esta fiesta. Dadivoso
en extremo, el tío Pepe y la tía Luz se esmeraban para que todos quedaran
saciados. No había límite para la bebida y, mucho menos, para la deliciosa
comida que se había preparado para la ocasión. Todos quedaban así predispuestos
para el baile que lo inauguraba el tío Pepe con la mujer de toda su vida, con
la mujer que mejor lo entendió y lo impulsó a ser lo que ahora él era: un
pequeño empresario, próspero, justo y honesto. Extraño, en medio de un mundo
tan corrupto y tan miserable.
El tío se desenvolvía en todos
los ritmos. El valsesito inicial con la tía Luz inauguraba el baile que se
tornaba intenso y emotivo conforme pasaban las horas al ritmo de una música
tropical y criolla que hacía las delicias de todos. En esos tiempos, hablo de
los setentas y de los ochentas, los long
plays y los cassettes, eran los usuales
formatos musicales , aunque los primeros estaban ya empezando su retiro
temporal de los mercados.
EL tío se había comprado unos
discos de rumbas, merengues y salsa que encontraban aquí la ocasión para sonar
a todo volumen. Yo, que nunca fui un buen bailarín (¿es que acaso alguna vez
bailé?), me dedicaba a conversar y a beber con los tíos y sus amigos.
Memorables eran las arduas discusiones que armábamos con el tío Flavio –único militante
aprista honesto que he conocido en mi vida- y el tío Yaro, al que pronto se
unían los demás tíos y amigos. Era una verdadera olla de grillos. Opiniones de
todo tipo y color. Nadie se ponía de acuerdo, pero todo se zanjaba con risas y
bromas y nadie terminaba magullado. Era la magia del tío Pepe. Nadie podía
arruinarle su cumpleaños. Y los recuerdos de aquellas reuniones festivas
siempre fueron agradables.
De pronto, Fruko y sus Tesos
soltaban su pegajoso “El Negro Chombo” y, entonces, esa sí no la me perdía. Y
la tía Luz ya sabía que esa salsa era la única que me hacía vencer mis
inhibiciones y me hacía salir a bailar. La bailé con Gladys, con la prima
Chini, con la tía Luz y con muchas otras personas más. Nunca me la perdía. Era
la única salsa, de las que tenía el tío Pepe (y había otras buenas, pero que yo
sólo prefería oírlas), que me invitaba a seguir el ritmo, sin tener la
vergüenza de exhibir mi torpeza.
“El eco de mi canto, se lo lleva el Magdalena / Negro
Chombo va cantar, / pa’ que venga su morena / a ehhhh, ehhhh, chévere, vere,
vere, bembem/ “, Sí, bastaban esos versos arropados por unos vientos
estremecedores y sensuales, para que yo dejara mi vaso de cerveza y acudiera
presto en búsqueda de una pareja para que me acompañara en mi celebración particular
de un ritmo y una música que alegraban mi espíritu y contribuían a hacer más
entrañable la fiesta de mi querido tío Pepe.
Se bailaba, se tomaba y se comía
hasta las primeras luces del amanecer. Cómo no recordar las ocurrencias
escatológicas del tío Yaro, expresadas con tal seriedad que personas extrañas
que lo escuchaban, quedaban sorprendidas de los sesudos estudios y reflexiones
que el tío Yaro había efectuado en ese lado oscuro y misterioso de la actividad
humana. Para quienes lo conocíamos, era imposible aguantar la carcajada por la
ironía, el ingenio y la manera como expresaba el resultado de sus
‘investigaciones’. Las fiestas y las excursiones playeras eran los escenarios
propicios para el desborde mental del increíble tío Yaro. Su hermano, el tío
Pepe, sólo atinaba a decir, matándose de risa: “¡Qué jodido, el Yaro, cómo se
le pueden ocurrir tantas cojudeces…. Y mira con qué seriedad que lo dice…”, y
se atragantaba de la risa. Cómo lo quería a su hermano y cómo disfrutaba de su
compañía. Los recuerdo ahora a ambos, y mi corazón se llena de mucho amor por
ellos.
Así, pues, mientras los demás
bailaban, las mujeres hablaban y hacían planes para las próximas reuniones,
nosotros, en el barcito que el tío Pepe - con ayuda del tío Flavio y el primo Henry- había construido a un costado del comedor,
nos divertíamos bebiendo cerveza o el ron con Coca Cola que el tío Flavio nos
ofrecía, luego de prepararlo en cantidades industriales en unos baldes
destinados para ese fin.
La selección de fútbol del Perú,
la política peruana, la religión, las mujeres, los paseos a la playa, el
aprismo y las historias de los tíos, eran los temas infaltables de la fiesta.
La risa, el humor, las carcajadas y el buen ambiente estaban asegurados en esa
noche inolvidable. El señor Neyra, infaltable, y con muchas cervezas entre
pecho y espalda, apostrofando a una Sra Betty imaginaria en una silla vacía: ”Te he dicho que no me digas nada, y no me repliques”;
el grandazo, Don Alfredo, picando a Don Flavio en el punto más vulnerable: su
aprismo desenfadado; el tío Yaro hablando de la ‘malcriada’ y de la
clasificación detallada de la actividad excrementicia; el primo Gino queriendo
mejorar el mundo poniendo ante el pelotón de fusilamiento a todos los políticos
corruptos del país; don Pedrito, el vecino de al lado, extrañando aquellos
huaynitos que él solía poner al final de sus fiestas y que propiciaban tales
zapateos que remecían el barrio como si
de un movimiento telúrico se tratara. Y yo, entre la ingenuidad y la torpeza,
intentando defender en mi aburrido discursete el papel de una izquierda, en
cuya entraña siempre anidó la antropofagia y la exclusión.
Pero así fue como aprendí a tomar
las cosas con buen talante, a burlarme de mí mismo, a tolerar la diferencia.
Aprendí a amar el humor. Pienso ahora que en la vida hay que reír aún hasta en los
peores momentos. Hay que saber apreciar la sátira, la ironía, la broma, la agudeza
del momento. Todo ello se daba cita en esas fiestas memorables. De vez en
cuando alguien contaba un chiste, que siempre era celebrado con sonoras risotadas, pero más gracia
me causaba aquellas historias que, de pronto a alguien se le ocurría y la
contaba sazonándola con la picardía e imaginación personal. Cuánto humor se
derrochó en aquellas fiestas. Y del bueno. Por eso, con mi prima Gladys, cuando
de vez en cuando la llamo o me llama por teléfono, nos matamos de risa con los
recuerdos y las ocurrencias que aparecen a lo largo de la conversación. Ella
conserva el corazón generoso y el humor de su padre y la energía combativa de
su madre. Y yo la quiero mucho, tanto como a Gino, su esposo, el médico de la
familia, siempre bonachón y gentil, presto a dar la mano generosa a quien se lo
solicita.
Para los sobrevivientes, había un
calentadito o un guiso de pescado que la tía Luz, con toda la energía de una
mujer acostumbrada al combate diario con la vida, preparaba de manera sabrosa y
diligente. A estas alturas de la fiesta, yo ya estaba en mi cama, durmiendo la
gran borrachera que me había hecho hablar hasta por los codos y me había
mandado, finalmente, con paso vacilante hasta el baño para arrojar –que tal
desperdicio, por Dios- la deliciosa comida de la tía Luz. Yo me enteraba de los
últimos detalles de la fiesta en los días siguientes, cuando en las noches nos
reuníamos todos en casa y hacíamos unas sobremesas divertidas intercambiando
comentarios e historias de todo lo que había ocurrido en la celebración.
Y recuerdo también con cierta
nostalgia, aquellas noches, ya del dos de mayo, cuando la noche avanzaba y el
tío Pepe, con su bata azul, sin afeitar y el escaso pelo que le crecía a los
lados de su noble cabeza calva, echaba una mirada cansina a la imagen
televisiva y hacía algunos comentarios sobre la fiesta y el buen rato vivido. A
veces se reía, recordando algunos momentos divertidos. Yo lo miraba y escuchaba
con afecto y gratitud, acompañando su resaca con la mía. “Y esto es la vida,
Rogelio”, me decía, entre nostálgico e irónico.
Que tiazo el que me regaló la vida. Cada día pienso en él. Cada mañana
al partir al trabajo pienso en mi papá, mis tías Luzmi e Imel, en mi gran amigo
don Carlitos Revoredo, y en mis tíos Pepe y Luz. Y cuando voy manejando
acompañado de mi banda sonora predilecta (Dylan, Lou y todos los demás), pienso
especialmente en él. Y guardo con cariño un recuerdo de él relacionado con la
música. El tío Pepe tenía, allá por los setenta, cuando yo recién llegué a
Lima, un cassette de Leonardo Favio
que mucho le gustaba. Siempre lo ponía y tarareaba las canciones.
Creo que, de alguna manera, esa
música me unió mucho a él en esos años en que yo empezaba a vivir en su casa.
“Quiero aprender de memoria, con mi boca tu cuerpo, muchacha de abril”, cantaba
con su voz varonil y apasionada, el talentoso cantante y cineasta argentino. Y
yo sentía que mi corazón se emocionaba y el tío Pepe se alegraba.
Cuántos recuerdos de aventuras
amorosas le traería a la mente esa canción que tanto le gustaba al tío, en
aquellos años. Porque el tío era un tipo apuesto, elegante y muy ameno en su
conversación. Imagino el atractivo que ejercería sobre las mujeres, jóvenes y
otoñales. Así que, mucho años después, al recordar su sonrisa y las palabras amables que siempre tenía para las canciones de amor
de Leonardo Favio, me he puesto a pensar en ese ámbito tan íntimo y tan
controversial como es la vida amorosa de un hombre y que, según su resolución,
lo equilibra o lo envía al abismo. Quiero pensar que el tío Pepe allí fue
feliz. Es lo único que explica que, tras las turbulencias propias de una
juventud vivida entre la responsabilidad familiar y la diversión aliviadora de
tensiones, envejeciera bien al lado de la Luz de toda su vida.
Así, pues, Tío Pepe, querido Tío
Pepe, enjugo mis lágrimas, inevitables al recordarte, y me digo que ya no es
momento de llantos o pesares. Es momento de recordarte con la alegría con la
que viviste. Hoy, en vísperas de tu cumpleaños ochenta y siete, acabo de poner
un viejo cassette de aquella salsa
dura que tanto me gustaba en los setenta y en los ochenta. Al final está ‘El Negro
Chombo’, y sus vientos briosos y su piano motivador, infaltable en aquellas
fiestas de tu cumpleaños, trayéndome con sus sonidos, aquellos hermosos
momentos que guardo con tanto afecto en mi corazón.
Lima, 1-2 de mayo de 2014
No hay comentarios:
Publicar un comentario