6/6/10

DE CINEFILIA, MANÍAS Y OBSESIONES

Mi caballo volvió solo a casa,
¿Qué fue de John Wayne?

(Viudita de Clicquot,
Joaquín Sabina, 2009)

Escribe: Rogelio Llanos Q.

No sé si estos tiempos sean propicios para una cinefilia. Nos referimos a esa afición por sentarse frente a un écran sobre el que se proyecta un maravilloso haz luminoso en una sala cerrada y oscura, y en la que puede haber otras personas con las que no mantenemos vínculo alguno, salvo el placer de la mirada por esas imágenes en movimiento que nos subyugan, que nos apasionan, que nos emocionan. Digo que no sabemos si los tiempos son buenos para el cultivo de tal afición porque, su agonía –si es que no ha muerto ya- tiene como origen entre otros motivos, la pésima distribución cinematográfica en nuestro país que nos condena a sufrir el peor cine americano, los cines convertidos en mercadillos o comederos y la desaparición de los viejos cineclubes y de la filmoteca de la que tanto se habló y poco se hizo. El puntillazo final pareciera ser ahora el desarrollo tecnológico con la alta resolución de las imágenes en los DVDs y Blue-Rays y posibles de verlos en pantallas caseras cada vez más grandes.

Los tiempos están cambiando, pero yo no, dice Billy the Kid a su ex amigo Pat Garret en la hermosa película de Sam Peckinpah y emprende la huida hacia la frontera. La vieja pandilla salvaje liderada por Pike Bishop (William Holden) ha sido burlada por la estratagema de su ex amigo Thornton (Robert Ryan): hay arena, polvo inútil, en los sacos donde debía haber oro. Y entonces se van al sur, a México, desencantados, melancólicos, a refugiarse en los amores comprados en un burdel o como el obsesivo e inmaduro Amos Dundee a buscar protección en los brazos de la hermosa Senta Berger de cálidos y turgentes pechos y labios hechos para el amor.

Como ellos, hemos iniciado nuestra propia huida. Los cines casi nos son ajenos ahora, salvo si la pantalla se ilumina con los jinetes de Eastwood, los demonios de Scorsese o los antihéroes de Tarantino. Nos hemos refugiado en los DVDs de cine europeo, asiático y latinoamericano, que vemos casi siempre a aquellas horas en las que no hay funciones cinematográficas. Una profunda tristeza nos invade al recordar aquellas matinés, vermut y noches del pasado, cuando nos emocionábamos con los jinetes recortados en el horizonte de Henry Hathaway o John Sturges con música de Elmer Bernstein o con las épicas cabalgatas de los entrañables soldados de John Ford, que nutrieron nuestro imaginario infantil y adolescente hasta el punto de vivir toda nuestra secundaria imaginando que el colegio y el pequeño cuarto de pensión era un fuerte enclavado en pleno territorio comanche.




Sentimos una gran nostalgia por esas tardes de cine. Y por ello ahora preferimos sentarnos, de vez en cuando, a las cinco o seis de la mañana de algunos fines de semana, ante la pantalla de 32 pulgadas de nuestra sala para ver aquellas películas que nos aseguran que no tienen como protagonista principal a los malditos efectos especiales. Y por eso, hace poco, nos hemos emocionado hasta las lágrimas con La Clase (Laurent Cantet, 2006), Las Horas del Verano (Olivier Assayas, 2008) y Mi Noche con Maud (Eric Rohmer, 1969), que las hemos vuelto a ver y hemos vuelto a llorar emocionados. Ya nos compramos casi todo Rohmer y nos hemos propuesto revisar la obra de Eastwood en su totalidad. Así que ya tenemos para llorar todo este año. Así de sentimentalones nos hemos vuelto, y, quizás, no haya más remedio que decir como el personaje de Pérez Reverte, “No queda sino batirse”, y salir, cual hidalgos quijotescos, a romper lanzas contra esos remedos de cine, de filmotecas mediocres y espantajos que llenan de mierda los ojos de tanto público ingenuo.

Sí, extrañamos aquellos días en que la película anunciada con tanta anticipación por los carteles pintados a mano en la vieja Talara, motivaba que el corazón se acelerara con el paso de los días que nos acercaban a aquel momento en que Sublime en mano entregábamos el ticket de cartón a la boletera y nos sentábamos ante un proscenio dominado por un telón dorado que, al apagarse las luces, ascendía lentamente, al mismo tiempo que otro telón granate se dividía en dos y se abría hacia los costados mientras la imagen luminosa, sostenida por la música encantadora de los títulos y créditos iniciales, aparecía sobre el écran. Nunca pude sustraerme a esa emoción intensa de ver cómo los personajes y el paisaje proyectados parecían estar detrás de una cortina, que al abrirla nos dejaba ver una ventana inmensa que hacía posible encuadrar un espacio físico y dramático en el que tras unos instantes de exploración nos envolvía y nos involucraba en su ficción. Mi infancia y mi adolescencia jamás conocieron la pantalla en blanco

Y esa fue nuestra primera desilusión al llegar a Lima a comienzos de la década del setenta. Algunos cines carecían de ese encanto y nos enfrentaban directamente con el écran vacío. Algo de la magia del cine empezó a morir desde allí. Hasta que descubrimos Hablemos de Cine y, entonces, quedamos fascinados por esa suerte de deconstrucción de la imagen cinematográfica. Habíamos visto la magia, ahora descubríamos su esencia, ahora empezábamos a saber de qué estaba hecha esa magia. Y durante muchos años estuvimos a la caza de los viejos números de Hablemos de Cine hasta aquella tarde deliciosa en que participamos jubilosos del saqueo de un viejo local en el centro de Lima donde fuimos protagonistas del hallazgo de ese tesoro invalorable guardado en unos estantes, apilados por números y cada pila, si la memoria no nos engaña, amarrada con una pita impertinente que rompimos sin pensarlo dos veces. Ahora la revista bien amada tiene un lugar especial en nuestra biblioteca. Y volvemos a ella solitarios y silenciosos cada semana, casi secretamente, como un ritual, a veces para hojearlas, a veces para oler su vejez, a veces para releerlas o tan sólo para saber que están allí, con nuestra juventud perdida, con nuestros sueños frustrados, con nuestras pasadas ilusiones.

Durante muchos años coleccionamos, casi de manera obsesiva, los artículos de cine que aparecían en los diarios, especialmente los de Fico de Cárdenas y, tiempo después los de Ricardo Bedoya, luego de leerlos y releerlos. Establecimos con ellos una especie de diálogo silencioso, celebrando las coincidencias y desencantándonos con las diferencias. Conservamos durante muchos años esos recortes que los guardamos con tanto cariño en sobres manila, identificados con los nombres de los directores de cine. Creció tanto la colección que ya no pudimos albergarlos más. Ya no había espacio para más libros, que siempre deben estar al alcance de la mano, y, entonces tuvimos que decirles adiós a los amados artículos periodísticos. No tuvimos el valor de deshacernos personalmente de ellos. Digamos, simplemente, que ya no estuvieron más en nuestra biblioteca. Mario Tejada, burlón como siempre, seguramente nos habría enrostrado esa escena de Quo Vadis, con el Nerón de Peter Ustinov derramando una lágrima por la Roma en llamas. Nos consolamos arreglando con todo el cariño del mundo nuestras viejas revistas de cine en su nuevo hogar.

Con el paso de los años hemos ido dejando de lado esa manía de coleccionar artículos, vídeos, revistas y películas. Quizás sea que empezamos a pensar que ya es hora de irnos desprendiendo de aquellas cosas que nos atan a este mundo, para que la partida sea menos dolorosa. No lo sabemos. Lo cierto es que si de colecciones se trata ya sólo tenemos Hablemos de Cine y nuestros discos de Bob Dylan, Lou Reed y el gran Caetano. Lo demás es un material disperso que si es posible organizarlo y completarlo en buena hora, pero lejanos están ya los tiempos en que corríamos tras el objeto anhelado y nos desesperábamos por completar la pieza faltante. Ahora nos basta con decir “ya caerá”, como solían expresar los viejos vendedores de vinilos de La Colmena.


Pensar que alguna vez fuimos coleccionistas compulsivos. Creo que fuimos coleccionistas desde que, siendo adolescentes, le rompimos, y con justa razón, algunos números de Écran, la revista chilena de chismes cinematográficos, a nuestra hermana Mercedes, para formar nuestra colección particular de actrices en bikini o semidesnudas, cuyas imágenes fotográficas aún persisten en nuestro recuerdo: una en sepia de Briggite Bardot, de pie y con las piernas separadas, como a la expectativa, en actitud de espera impaciente; otra de Claudia Cardinale, con una blusa blanca cuyos faldones cubrían su pubis misterioso, pero su muslo derecho levantado y el perfil atractivo de su pantorrilla ofreciéndose generosos a nuestros ojos libidinosos. Había también una fotografía desvaída en la que estaba Úrsula Andress con bikini minúsculo para la época -hoy es un anacronismo- saliendo del mar. Sus pechos henchidos y voluminosos, sus piernas firmes y torneadas, su mirada y actitud desafiantes eran toda una invitación al disfrute gozoso de la carne. Años después, Halle Berry quiso emularla en Otro Día Para Morir (Lee Tamahori, 2002), pero aún siendo guapa y lasciva, ya fue muy tarde para despertar los instintos básicos de quien prefiere refugiarse en los encantos de las divas sesenteras.


Pero quien se lleva las palmas, en el imaginario adolescente de aquella década turbulenta, es Raquel Welch. La Espía que cayó del Cielo (Fathom, 1964) era una película muy mala, con una acción totalmente ingenua, pero la imagen reiterada una y otra vez de esa mujer de senos opulentos cubiertos por un sostén impertinente y un calzoncito arrebatador para la época de bañadores santurrones de cuerpo entero, nos iniciaron en aquella manía de volver a ver una película tantas veces como el cuerpo o las ganas nos lo exigieran.

Ver una película dos o más veces es una manía que ha sobrevivido con los años. Ya hemos perdido la cuenta de las veces que hemos visto El Último Rock (The Last Waltz) la hermosa película de Scorsese, pero en el cine fueron no menos de diez. Y a los predios de Los hijos de Katie Elder (Sons of Katie Elder, Henry Hathaway, 1965), La Pandilla Salvaje (The Wild Bunch, Sam Peckinpah,1969), Pat Garret y Billy The Kid (Sam Peckinpah,1973), Río Bravo (Howard Hawks, 1959) o Juramento de Venganza (Major Dundee, 1965) hemos vuelto emocionados una y otra vez. Y puedo ser feliz extraviado entre libros y películas, mil y una veces visitados, de Truffaut, Rohmer e Eastwood.




En nuestra lista de películas, que escribía pacientemente en un cuaderno, luego en una agenda y ahora en la computadora, nunca anotamos las veces que vemos una película, sólo escribimos el título en español, el original, la nacionalidad, el año, los actores y el director. Hemos dejado espacios para el resto de la ficha técnica, información que llenaremos dentro de unos pocos años cuando nos jubilemos y tengamos todo el tiempo del mundo, eso esperamos, para dedicarnos a esta pasión de toda una vida.


Sin embargo, el entusiasmo va decayendo cada vez más, y las manías y obsesiones se están perdiendo a tal punto que si nos perdemos algún buen estreno escondido entre tanta basura que exhiben las salas comerciales o si no hallamos entradas para el Encuentro de Cine Latinoamericano, ya no sentimos la pena y la angustia que nos agarrotaban en nuestra juventud. Cuánto sufrimos por perdernos hasta en dos ocasiones la entrañable Jules et Jim (Francois Truffaut,1962). Y cuánto gozamos cuando al fin la pudimos hacer nuestra. Quizás sea que ahora nos queda la esperanza de encontrarla en ese mercado persa que todos los viejos cinéfilos conocen tan bien y sobre el cual un avispado cineasta extranjero dijo que deberían declararlo Patrimonio Cultural de la Humanidad. O tal vez, simplemente sea que el cansancio nos abatió muy temprano o que la vejez nos alcanzó con demasiada rapidez.

Lima, 11 de abril de 2010.

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